La banalidad del mal

Beatriz Vanegas Athías
17 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

Alguna vez escuché a la escritora colombiana Laura Restrepo, afirmar que el gran mal de nuestro tiempo era la banalidad.

Es decir, ese apego de las nuevas generaciones a lo trivial, a lo frívolo y a lo nimio. Ahí están  las redes sociales  que han desnudado esa tendencia de nuestro tiempo. Da grima por ejemplo, ver en restaurantes a los comensales, estar más atentos a captar la imagen precisa del platillo con su teléfono móvil, que estar más pendientes del  disfrute del mismo y de la conversación con  la acompañante. Y esto es solo un dato de la inmensa cantidad de fruslerías que componen el diario vivir de los colombianos y que connotan el espíritu poco trascendente de estos tiempos.

Otros ejemplos son  los trinos del twitter y su consecuente  descontextualización;  o la exposición de la intimidad; la argumentación carente de coherencia y de fundamento en los foros. En este sentido, es posible clasificar tres tipos de pseudo argumentos muy de moda: el primero, la agresión verbal a la persona con quien no concordamos y la agresión verbal al idioma por la grotesca ortografía y sintaxis empleada; el segundo, la exposición de juicios de valor como verdades irrefutables y el tercero: el más usado argumento de autoridad de la crítica banal colombiana configurado en La Biblia. Aquí se conoce más y de manera errática, un libro de una cultura lejana como es la judeo cristiana, que la Carta Constitucional del 91 que interpreta los conflictos y al ser latinoamericano.

Estos tres pseudo argumentos son un ejemplo del imperio de la banalidad de la que hablaba Laura Restrepo. Y adquieren la categoría de crueldad cuando se ponen al servicio del mal. Hay que mencionar entonces a Hannah Arendt,  la filósofa que acuñó la expresión “La banalidad del mal” a raíz de que en la década del sesenta fue enviada por el “The  New Yorker”  a cubrir a Jerusalén el juicio a un criminal nazi capturado en  Argentina en 1960 y condenado a muerte dos años después.

Arendt empleó la expresión para explicar por qué un ser mediocre y oscuro como Eichmann, como ella lo consideraba, pudo servir de burócrata eficiente para organizar y aportar con diligencia a la masacre cometida en la Segunda Guerra Mundial. "Cuando hablo de la banalidad del mal —dice Arendt— lo hago solamente a un nivel estrictamente objetivo y me limito a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su progreso personal. Y en sí misma, tal diligencia no era criminal."

Era uno del montón, cumplía órdenes, no era considerado por la psiquiatría un psicópata. De hecho, en su libro “Eichman en Jerusalén”, Hannah Arendt afirma que sus motivaciones no eran ideológicas, incluso podría decirse que no era un malvado, detrás de su accionar masacrador no hay nada, eso es lo más horrible, esa es la banalidad del mal, el hombre transformado en algo superfluo y robótico, perdida su humanidad, su capacidad de razonar: ¿Podemos afirmar entonces que esta forma peculiar de hacer el mal es la que guía el accionar del senador Uribe y sus buenos muchachos que tanto daño han causado al país? Y sus seguidores, es por padecer esta banal maldad que carecen de argumentos? Recordemos, para cerrar esta columna, que para Arendt, Eichmann tenía un déficit de pensamiento crítico, una incapacidad para pensar reflexivamente así tuviera un amplio conocimiento del mundo.

 

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