La demolición de Nieves Ramos

Arturo Guerrero
13 de enero de 2017 - 02:35 a. m.

Al otro lado de la calle, en Chapinero, una retroexcavadora golpea para demoler una casa. Es contigua a otra, esquinera, donde hacía milagros Nieves Ramos a comienzos del siglo XX.

Al frente de ambas resiste el más antiguo restaurante capitalino, desde cuyo remanso del XIX debieron verse las filas de gente que acudían a buscar milagros. Nieves era una "santa", curaba el cáncer, devolvía la vista a niños ciegos, aconductaba maridos borrachos.

Para que funcionara la leyenda, se regó la bola de que la taumaturga no comía ni hacía necesidades fisiológicas. Permanecía en estado cataléptico. Sus seguidores entraban a una habitación donde parecía dormida, le hacían peticiones y oraciones.

Cada cual cancelaba según sus posibilidades. Con lo recogido, Nieves pagaba el arriendo y no se sabía qué más. La historia no tuvo final feliz. Vecinos espías llamaron a la policía que la allanó.

Encontraron comida guardada debajo de la cama. También una bacinilla. Concluyeron que Nieves Ramos no era santa ni bruja, sino timadora.

El fantasma de Nieves ha de escuchar el tableteo del taladro con que la oruga color mandarina y marca Hitachi destruye hoy la casa de al lado. Un largo siglo bogotano cae en escombros.

Antes de llegar la pala mecánica, tres obreros saltimbanquis gastaron días y días mordiendo a mazazos una estrambótica estructura de concreto levantada de forma ilegal en el patio trasero.

Su única medida de seguridad eran unos cascos blancos que parecían de juguete. Caminaban como bailando encima de desfiladeros. Se paraban sobre las vigas horizontales y roían con el mazo la materia durísima por entre las piernas. Socavaban la base que los separaba del abismo.

Por milagro de Nieves, no sucedió ningún accidente. Los muchachos amontonaron escombros para cuando viniera el monstruo que hoy vuelve galleta lo que por cien años fue pared, reja, columna.

Su brazo descomunal es acondicionado con la imbatible punta de acero del taladro. El operario sentado en su cabina de avión lo mueve como un dios del caos. Primero lo aplica sobre la masa de ladrillo, piedra y cemento. Entonces trepida para debilitarla.

A continuación lo convierte en toro y empuja igual a como embiste el animal al capote o al torero mismo si este se descuida. Con facilidad de milagro, se derrumba la estructura. Nieves aplaude.

Las ruinas, ya amontonadas en el piso, son desmoronadas por el taladro que deja limpios esqueletos metálicos. Los obreros arrancan varas de metal, pedazos de columnas que sostenían la vida. Los separan a un lado, tal vez previendo alguna ganancia extra, obtenida en esta ciudad que no desperdicia nada y que todo lo repara. 

Chapinero viejo va desapareciendo en un día cercano al nuevo año. Desde los elevados ventanales de edificios vecinos, los circunstantes contemplan la desaparición de un país que perteneció a la guerra y a los santos y a los timadores.

Mañana, en el lugar de Nieves y su proximidad habrá muchos pisos fosforescentes. Serán los países de Colombia donde canten otros vientos.

arturoguerreror@gmail.com

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