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La grandeza de Albert Einstein: cien años de relatividad

Klaus Ziegler
10 de diciembre de 2015 - 04:22 a. m.

Hace exactamente un siglo, el 25 de noviembre de 1915, la Academia Prusiana de Ciencias recibió un artículo que cambiaría para siempre la historia de la física: “Die Feldgleichungen der Gravitation”.

El trabajo de apenas tres páginas y media incluía las ecuaciones de campo, esa especie de aforismo extraordinario del cual se deducen como casos especiales las leyes de la mecánica clásica y de la gravitación de Newton, y se sigue como corolario la Teoría Especial de la Relatividad.

Las ecuaciones de Einstein pronosticaban, entre otras “extravagancias”, la existencia de ondas de gravedad, y sugerían la posibilidad de un comienzo y un final para nuestro universo. También explicaban la precesión anómala del perihelio de Mercurio, fenómeno en aquella época desconcertante y misterioso.

Seis meses después de que Einstein publicara sus legendarias ecuaciones, el físico alemán Karl Schwarzschild encontró las primeras soluciones exactas. Las fórmulas indicaban la existencia de regiones del espacio-tiempo de las cuales nada, ni aún la luz, lograría escapar, y en cuyo centro colapsaría el tejido espacio-temporal. La posibilidad parecía tan descabellada que el propio Schwarzschild pensó que se trataba de una fantasía matemática desligada de toda realidad. No fue hasta 1967, cuando Stephen Hawking y Roger Penrose despejaron cualquier duda sobre la existencia de "estrellas en colapso gravitatorio completo", conocidas hoy como “agujeros negros”, luego de que el astrofísico John Wheeler acuñara el término, a comienzos de 1970.

Pero de todas las predicciones de las teorías de Einstein quizá ninguna resulte tan sorprendente como la posibilidad de viajar en el tiempo, como él mismo lo sugirió en un célebre experimento mental. El viaje podría imaginase de la manera siguiente:

En un futuro no muy lejano, un grupo de exploradores parte hacia una nueva tierra prometida, Kepler-22b, un exoplaneta situado a 600 años luz de distancia (descubierto en 2011 por el telescopio espacial Kepler). Su sol, una enana amarilla de la constelación septentrional del Cisne, baña el Planeta con una luz cálida. La distancia y el tamaño de su sol guardan proporciones similares a las de nuestra estrella. Su radio, 2,5 veces el radio terrestre, hace pensar que seguramente posea atmosfera, y hasta podría albergar océanos. Su temperatura se estima entre 22 y 27 grados Celsius; el año es un poco más corto: solo abarca 289 días.

En poco menos de un minuto la nave alcanza los mil kilómetros por hora y sigue acelerando de manera constante, a razón de 9,8 m/s2. En su interior, los tripulantes experimentan una fuerza ficticia indistinguible de la gravedad en la Tierra. Nadie percibe movimiento alguno. Incluso cuando la nave alcance su velocidad máxima, 99.99% de la velocidad de la luz, nueve meses después de iniciado el viaje (tiempo que registra el cuaderno de bitácora), los tripulantes tendrán la sensación de encontrarse en una cabina en absoluto reposo. Para ese momento ya habrán alcanzado el cinturón de Kuiper, en los confines del sistema solar. Los poderosos motores, alimentados con el escaso hidrógeno disponible en el espacio interestelar, se detendrán entonces y no se volverán a encender hasta el momento de la aproximación final al Planeta.

Durante los próximos ocho años permanecerán en total estado de ingravidez. A esa velocidad, el firmamento, antes saturado de millones de luces remotas, lucirá ahora como un ominoso telón negro: la luz proveniente de las estrellas registra ahora una frecuencia por fuera del espectro visible para el ojo humano. Pero aún a esa increíble velocidad, ¿no tardarían los viajeros más de seiscientos años en llegar a su destino? En efecto, así sería en los calendarios terrestres, pero no para ellos. La teoría de Einstein predice que al llegar al planeta cada tripulante solo habrá envejecido alrededor de nueve años.

En Kepler-22b, los exploradores permanecerán durante una década construyendo una base espacial: son los cimientos de un nuevo hogar para la especie humana. Terminada su misión, emprenden el viaje de regreso. Al llegar a casa, los jóvenes astronautas serán adultos de mediana edad después de un largo viaje de veintiocho años y medio, según el calendario de la nave. Pero aquí, en la Tierra, sin embargo, habrá transcurrido ¡más de un milenio y dos siglos!

Semejante descripción de la realidad no puede ser más contraria a nuestra intuición, un escenario que solo el formalismo matemático es capaz de develar. Y existen otras maneras de “conocer el futuro”. Imaginemos a un criptógrafo que desea descifrar un mensaje en código, para lo cual es necesario descomponer en factores primos un número entero de un centenar de cifras. Como experto programador sabe que los algoritmos más rápidos conocidos tardarían alrededor de un siglo. Sin embargo, el matemático, quien también conoce la Teoría de la Relatividad, se ingenia una manera de burlar el tiempo.

Para ello se encierra en el interior de un extraño laboratorio que tiene la forma de una esfera hueca de diez metros de diámetro. La sólida cubierta ha sido fabricada con un material en extremo denso y resistente. Fuera del recinto, y a una distancia prudente, el científico deja una computadora donde un programa para hallar factores primos se ejecuta día y noche sin interrupción. En su interior se ha instalado un reloj de pared y una consola a través de la cual podrá monitorear el cómputo.
Dentro del cuarto, el hombre flota sereno e ingrávido. Al finalizar el día enciende el monitor y le echa un vistazo. Para entonces ya podrá leer el resultado de tan prolijo cálculo, pues en ese lugar exterior a su laboratorio habrá transcurrido más de un siglo, mientras que las agujas de su reloj habrán marcado apenas unas horas. Pero, ¿cuán macizo ha de ser el revestimiento de esa cámara inimaginable? Las ecuaciones de campo proporcionan la respuesta: ¡cuatro veces la masa de Júpiter!

¿Y acaso podrá construirse una máquina para viajar al pasado? La posibilidad matemática existe en principio, siempre y cuando la geometría del espacio-tiempo permita “bucles de tipo temporal”. No obstante, en un universo carente de “energía negativa” y cuya estructura topológica sea simple, como toda la evidencia parece indicar, esa máquina del tiempo de las películas de ciencia ficción no resulta factible. Esa imposibilidad corrobora el hecho de que exista una distinción consiste a lo largo del espacio-tiempo entre “pasado y futuro”. Si alguien pudiese regresar al pasado podría asesinar a su madre cuando ella sea apenas una niña y por consiguiente el asesino nunca podría haber nacido, lo cual es una contradicción lógica causal.

Resulta prodigioso que una mente humana pueda haber concebido una obra de semejante calado. Para fortuna de sicólogos e historiadores de la ciencia existe un registro detallado de los procesos mentales del creador de la Relatividad.

La deducción de la fórmula más famosa de toda la física, E=mc2, para mostrar solo un ejemplo, ilustra los rasgos más característicos del pensamiento einsteniano. En la mecánica clásica la energía cinética se conserva solo en colisiones elásticas. Einstein sospecha, por razones de simetría y de robustez lógica, que esa ley deberá ser la manifestación de un fenómeno general, válido en cualquier tipo de colisión. De otro lado, sabe que la masa debe aumentar con la velocidad por un factor aproximado de E/c2, donde c denota, como de costumbre, la velocidad de la luz, y E es la energía cinética de la partícula en cuestión. En un verdadero acto de arresto intelectual, Einstein supone que dicha energía debería “contribuir a la masa en reposo de la partícula” en esa misma proporción. Desde su punto de vista, masa y energía serían indistinguibles, encarnaciones diferentes de una misma entidad.

Su teoría geométrica de la gravitación, sin duda el más extraordinario de sus trabajos, es en realidad el resultado de arduos años de búsqueda solitaria, de ensayo y error, de experimentación formal, de analogías fallidas… Porque la creación científica no es ese proceso mítico de observación sistemática, demostración y síntesis del que algunos hablan, sino que obedece a un mecanismo errático, aleatorio y con frecuencia poco riguroso. Razones estéticas o incluso pura adivinación son a menudo instrumentos más fructíferos que el estricto razonamiento lógico.

La idea seminal para construir una nueva teoría de la gravitación, como bien se sabe, se encuentra en el llamado “Principio de Equivalencia”, en palabras del propio Einstein, “der glücklichste Gedanke meines Lebens” (el pensamiento más afortunado de mi vida). La idea consistió en darse cuenta de la imposibilidad de distinguir entre un campo gravitatorio y un sistema acelerado, al menos si las observaciones están confinadas a regiones muy pequeñas, como en el ejemplo de nuestra hipotética nave.

Ocho años trascurrieron antes de que esa idea pudiera materializarse en sus ecuaciones de campo. Conocemos de este período su angustiosa lucha por establecer analogías válidas con el potencial gravitatorio y la ecuación de Poisson. Sabemos de sus muchos ensayos, avances, retrocesos y frustraciones. Incluso queda el testimonio de ideas matemáticas tan ingenuas que nos muestran a un Einstein muy diferente del genio sobrenatural de las leyendas fabricadas por aquellos que rinden culto a su personalidad [1].

No obstante, su obra es tan impresionante que algunos conjeturan que de nunca haber nacido el autor de la Relatividad quizá nadie hasta ahora hubiese elaborado una teoría semejante. Se descarta cualquier golpe de suerte, pues es posible afirmar sin exagerar que cada uno de sus grandes trabajos merecería por sí mismo un premio Nobel. Sin embargo, quienes lo conocieron dan testimonio de un hombre de habilidades intelectuales “promedio”, al menos en lo que se refiere a precocidad, memoria o rapidez mental, muy diferente de genios matemáticos como John von Neumann. Un futuro mediocre le auguraron sus profesores a ese estudiante taciturno que desperdiciaba sus ratos libres poniendo trampas para ratones.

En el departamento de anatomía de la Universidad de Kansas se preservan trozos de su cerebro envasados en una solución de alcohol. Cada cierto tiempo aparece algún neurocientífico que afirma haber descubierto algún rasgo anatómico inusual o alguna peculiaridad morfológica. Hasta diferencias en el peso de su materia gris se han argüido como razones para explicar el secreto de su genio. El ejercicio, amén de macabro, es un ejemplo del más ingenuo y absurdo reduccionismo.

[1] http://www.pitt.edu/~jdnorton/papers/ProfE_re-set.pdf

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