La heroína de Jericó

Gustavo Páez Escobar
30 de octubre de 2015 - 11:42 p. m.

La telenovela de Caracol sobre la madre Laura me despertó el deseo de conocer con mayor precisión la vida de la primera santa que ha tenido Colombia.

Y adquirí su autobiografía, publicada en 2013 por Cuéllar Editores, que da una visión amplia sobre las luchas de esta mujer intrépida. Ella desafía toda clase de obstáculos hasta dejar instituida la congregación misionera que se extiende hoy por varios países de América, Europa y África.

Laura Montoya Upegui nació en Jericó (Antioquia). Tenía muy corta edad cuando su padre fue asesinado, y saqueados sus bienes, dentro de las convulsiones de la época. La familia se sostiene, en medio de enorme pobreza, con lo poco que gana la mamá como maestra. A Laura le confían en su edad adolescente el manejo de una casa de locos en Medellín, hecho que pone de manifiesto su capacidad directiva y su sensibilidad humana. Más tarde sigue el mismo camino de su mamá e inicia su peregrinaje escolar por distintos pueblos de la región.

Un día siente el primer llamado a la vocación misionera. Conoce el estado de miseria en que viven los indígenas de Dabeiba, y deseosa de ayudarlos, convence a varias amigas para viajar a dicho territorio con el fin de hacer contacto con ellos. La tarea es azarosa, pero la suerte de los necesitados conquista sus entusiasmos.

Deben enfrentar grandes dificultades en la travesía, pero no desisten de su empresa. Laura alienta a sus compañeras para que no se dejen vencer por los escollos, entre los que se encuentran el peligro de las selvas, el ataque de las fieras y de las endemias tropicales, la falta de recursos e incluso el rechazo de los indígenas.

A su paso por los caseríos tropiezan con la aversión de la gente y de las autoridades. Nadie entiende el sentido de esas mujeres solas que predican la solidaridad humana. Son, quizás, brujas o chifladas, que ambos calificativos les caben. El mayor tropiezo lo ofrecen los propios sacerdotes asentados en la región, que se niegan a apoyarlas.

Su vida posterior será un choque constante con sacerdotes y jerarcas de la Iglesia católica, quién lo creyera. Cuando trata de fundar sus casas y explicar su evangelio, se interponen estorbos inauditos, enredos mayúsculos, mala voluntad, en suma, para dejarla actuar. Se defiende como una tigresa, pero en ocasiones le flaquean las fuerzas. Varias veces se agrava su salud, pero luego se levanta y sigue adelante.

Debe tenerse en cuenta que su ciclo vital (1874-1949) se movió dentro de una de las épocas más violentas de la vida colombiana, marcada por el sectarismo partidista y clerical que desencadenó continuas guerras civiles durante el siglo XIX. Y produjo días turbulentos, como la guerra de los Mil Días, que dejó una cifra cercana a los cien mil muertos.

Desde el púlpito, la Iglesia ejercía militancia en alianza con los conservadores y en contra, claro está, de los liberales. Eran los días en que los clérigos afirmaban que el liberalismo era pecado. Al margen de la cuestión política, era empecinada la oposición de miembros de la Iglesia para el avance de las misioneras, quizás porque existía mayor interés en la expansión de los carmelitas y los eudistas.

Desde Santa Rosa de Osos el obispo Miguel Ángel Builes dejaba sentir su voz tonante. Él se consideraba tutor de la jerarquía eclesiástica. Y fue el mayor enemigo de Laura. Frenaba sus proyectos y ponía en duda su apostolado. No le permitía un minuto de paz. Incluso, quiso sacarla de la comunidad. En sus memorias, Laura comenta la crueldad con que el obispo empujaba a las religiosas hacia la destrucción de su obra.

Aun así, la monja infatigable no se detiene. Visita numerosos sitios, sobre todo los ubicados en zonas habitadas por las etnias indígenas. En 1924 pasa por Soatá, mi pueblo natal, pernocta en Tipacoque y llega al páramo del Almorzadero, desde donde divisa las tierras inhóspitas del Sarare, el destino final de esta correría. En 1930 llega al Quindío, en ruta hacia Buenaventura, donde tomará el barco que ha de llevarla a Roma. Allí acredita toda la documentación sobre su comunidad.

Corrido el tiempo, le solicita una audiencia al obispo Builes para pedirle perdón, si acaso lo ha ofendido, y él le responde (en palabras textuales tomadas de la autobiografía): “¡Eso nunca! Jamás le perdonaré ni olvidaré lo que tengo que sentir de usted” (…) “¡No le perdono! –me repitió– y le aseguro que usted todavía no ha comenzado a experimentar los efectos de mi indignación, espérelo porque seré inexorable. ¡No le perdono! ¡No! –me dijo con un acento de verdadero furor–”.

En 1939, el presidente Eduardo Santos la condecora con la Cruz de Boyacá. En el 2012, el papa la declara santa. No es, por supuesto, la misma Iglesia del obispo Builes. Por otra parte, es escritora amena y prolífica (¿de dónde sacó tanto tiempo?), con cerca de veinte libros publicados. Y es una de las grandes heroínas de la vida colombiana.

escritor@gustavopaezescobar.com

 

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