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La justicia de las bombas

Santiago Villa
10 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.

Colombia está entrando a la siguiente fase de su guerra perpetua.

La paz con las Farc se firmará este año y Colombia entrará a la siguiente fase de la guerra. Fue lo que confirmó el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, cuando dio luz verde a bombardeos de la Fuerza Aérea contra las Bandas Criminales, ahora llamadas Grupos Armados Organizados, porque el conflicto colombiano es tan amplio que sus batallas se libran hasta en el campo semántico.

Este último anuncio podría ser uno de esos simbólicos puntos de giro que usan los historiadores para explicar los procesos de cambio: las palabras del ministro no están generando la transformación tanto como reconociendo que Colombia inicia otra etapa.

La práctica de los bombardeos tiene un elemento de macabro acierto y una histórica falacia.

El acierto es de pura estrategia bélica. Los bombardeos a campamentos guerrilleros, que llegaron a su ápice cuando Juan Manuel Santos era ministro de Defensa, han sido una de las tácticas más certeras contra los altos mandos de la guerrilla. Es la forma que combina el menor riesgo y la mayor eficacia, desde la perspectiva de las fuerzas estatales, para dar de baja a los cabecillas de los grupos armados.

La histórica falacia de los bombardeos es asumir que una estrategia bélica contra el crimen organizado no es más que eso: una forma de sumar bajas. Puede ser efectivo para los oficiales que quieren demostrar resultados, peligroso para las organizaciones complejas que dependen de la coordinación nacional entre cabecillas (de ahí a que haya sido un duro golpe contra las Farc), pero no soluciona más que un componente inmediato en la lucha contra mafias cuyos líderes son reemplazables. Corta la cabeza de la hidra pero no quema la herida para evitar que crezca de nuevo. Los cabecillas de turno son, al final de cuentas, reemplazables, en especial si no encarnan un proyecto político sino que lideran una estructura criminal.

Los bombardeos, entonces, aunque darán resultados casi inmediatos, no van a cambiar la nueva dinámica de la guerra. Lo que sí señalan es el reconocimiento por parte del Estado de haber iniciado un conflicto con otras características.

La que viene, o ya comenzó, es una guerra que amalgama elementos entre todas las que hemos visto durante el último medio siglo. Va a ser una suerte de síntesis. Los nuevos grupos armados tienen algo de grupo guerrillero, algo de paramilitar y algo de narcotraficante. Guerrillero porque está operando también desde zonas rurales e integra a miembros de antiguas guerrillas (que con los acuerdos de paz serán más), paramilitar porque aprovecha su complicidad con estructuras políticas regionales, y narcotraficante porque se mueve también en zonas urbanas aprovechando el enorme poder de corrupción que le otorga el manejo de economías ilegales.

Un último elemento que implica la política de utilizar a la Fuerza Aérea para la lucha contra el crimen organizado en el campo es perpetuar la postura del Estado hacia algunas zonas rurales colombianas como si se tratara de un territorio extranjero. Una dimensión que está por fuera del orden nacional y precisa del uso de fuerzas militares, y no policiales, para integrarlo. El mensaje en la práctica es que los criminales del campo se combaten con el ejército, y los de las ciudades con la policía.

Esto resulta práctico para el Estado porque ya hay una estructura militar acostumbrada a este tipo de enfrentamientos. Además, no se deberá preocupar por reducir a unas fuerzas armadas infladas tras décadas de lucha contraguerrilla. Se ahorraría los conflictos que esto generaría en el estamento militar.

Pero es dañino porque perpetúa desde el ámbito de la seguridad nacional una dinámica de desequilibrio entre la ciudad y el campo. Entre la Colombia central y la marginal. Entre la que no se debe bombardear y la que sí.


Twitter: @santiagovillach 

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