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La justicia del que vende el voto

Luis Carlos Reyes
29 de octubre de 2015 - 02:00 a. m.

Paradójicamente, el que tantos ciudadanos hayan vendido su voto por un plato de lechona durante las elecciones de la semana pasada indica que tienen valores a partir de los cuales podemos construir una democracia más firme.

Comprar votos socava la legitimidad de nuestras instituciones. Pero como el voto es secreto, toca preguntarse por qué los políticos le siguen gastando plata a los congiarios. El tamal que me comí el domingo pasado tuve que pagarlo yo, pero si me lo hubiera ofrecido algún candidato se lo habría recibido gustoso, y acto seguido habría votado por los candidatos que ya había decidido apoyar.

En parte puede ser que los que venden su voto tengan miedo de que éste en realidad no sea secreto. Pero una respuesta más intrigante a la pregunta viene de un estudio publicado en Econometrica por Frederico Finan de la Universidad de Berkeley y Laura Schechter de la de Wisconsin-Madison. Los investigadores llevaron a cabo una serie de encuestas y experimentos entre compradores y vendedores de votos en Paraguay. Su idea era medir qué tipo de características sociales e interpersonales tienen las personas que venden su voto. La que más les interesaba era su preferencia por la reciprocidad: hacerles bien a los que les hacen bien y mal a los que les hacen mal.

Para medir su nivel de reciprocidad, les pidieron que participaran en un juego diseñado con este fin. Se jugaba por parejas que no sabían quién era su compañero de juego. El primer miembro de la pareja recibía una cierta cantidad de dinero de los investigadores, y tenía que decidir cuánto le enviaba al segundo. Los investigadores le triplicaban la donación a la segunda persona, y ésta tenía que decidir cuánto devolverle a la primera.

El índice de reciprocidad era el porcentaje del dinero devuelto por la segunda persona cuando se le trataba “bien” (es decir, cuando la primera persona le enviaba más de la mitad de su dinero) menos el porcentaje devuelto cuando se le trataba “mal” (cuando la primera persona le enviaba menos de la mitad). La resta se hace para distinguir entre la reciprocidad pura y el simple altruismo demostrado por el que trata bien a los demás aunque lo traten mal.

Los resultados demuestran que las personas que tienen más internalizada esta preferencia por la justicia son a las que más buscan los compradores de votos. Como conocen muy bien a las poblaciones donde realizan sus artimañas políticas, saben qué tipo de persona es la más vulnerable a vender su voto: aquella que por convicción interna y por sentido de justicia trata bien a los que la tratan bien.

Imaginémonos una realidad alternativa, en la cual el estado vela con celo por los intereses de todos y no sólo de unos pocos. Cuando esto se dé, y cuando todos empiecen a notarlo, es perfectamente posible que la lealtad que hoy se tiene hacia los caciques políticos se redirija hacia el estado. Las mismas preferencias intrínsecas que hoy llevan a muchos a votar en secreto por la persona que les regaló lechona en público pueden volverse mañana la lealtad al estado y el respeto a los demás que nos lleva a hacer lo correcto cuando nadie nos está viendo. En una sociedad así, esa misma gente no evadiría impuestos aunque no creyera que la van a coger si lo hace; no robaría aún si se le presenta la oportunidad de hacerlo impunemente; no dañaría los monumentos públicos aunque nadie la estuviera viendo; etc.

Pero para llegar allá hay que empezar por escandalizarse, no tanto porque un cacique le regale tamal a un ciudadano, sino porque para la mayor parte de los ciudadanos el regalo del cacique vale más que las promesas huecas de la república.

Luis Carlos Reyes, Ph.D., Profesor Asistente, Departamento de Economía, Universidad Javeriana.

 

 

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