La mirada lela

Ana María Cano Posada
05 de mayo de 2016 - 02:50 p. m.

Los acontecimientos sucedieron sin continuidad esta semana en que se consagró otra vez la invocada libertad de prensa.

Llegaron a través de la ventana indiscreta y saltaron de la órbita íntima para convertirse en temas públicos a través de internet y luego generalizarse por el eco que los medios masivos dan a este género de fisgoneo.

Esta semana ocurrieron ante la platea el suicidio de un empresario al que sus amigos buscaban en Bogotá; el inusitado hallazgo de la estudiante a la que su familia perdió el rastro; el encapuchado que apuntó en una manifestación y luego arrepentido confesó haberlo hecho con un arma de mentiras; un censo de mujeres sobre “mi-primer-acoso” que da lugar a una catarata de relatos cortos de dolor; los leones de circo que vuelven a África atravesando el océano en avión; el alcalde de Medellín que alienta a sus ciudadanos con mensajes grabados; el curtido periodista cómico que se lanza al ruedo del video para ganar seguidores. El primerísimo plano de redes sociales que vuelve masivo lo privado. Un lente, un escenario, un enorme ojo voyerista con el que nos adueñamos de lo ajeno con mover el índice.

Nadie va a echar marcha atrás este mecanismo. La sensación de comunicarse con tantos a la vez de manera casi directa es mas de lo que pudo querer un gurú. Pero ¿de qué sirven estos nuevos medios a la libertad, a la utilidad pública, a la igualdad, a la fraternidad, o son la mera obsesión individual de colarse por los resquicios de los demás con cualquier intención?

La libertad de expresión y la de prensa existieron de otra manera antes de internet. Han sido una lenta construcción de sociedades en las que la circulación de la información y el respeto por las opiniones ajenas dieron pie al debate y a la noción de pertenencia colectiva. Esta libertad es clave como valor social, porque parte de cada individuo, que la usa como un derecho, y la consagra una prensa que da cuenta del interés público, porque a él se debe.

El advenimiento de internet y de nuevos medios volvió de la órbita privada mucho de lo que antes era público. Pero a su vez cumple con la condición de hacer abierta la vida íntima, permite exponer en presente y en extenso lo que ocurre a cualquiera, usa la libertad de expresión y la ubicuidad para poner un interés instantáneo, propio, privado, al acceso de decenas, cientos o miles, según logre resonar con un momento o una curiosidad.

Hemos seguido por esta vía agonías en tiempo real: desaparecidos, ejecuciones, enfermos, damnificados, atentados, refugiados, niños ultrajados, manifestaciones, desvaríos, agresiones. El efecto social de este panóptico no es el deseable.

Qué puede tener de libertad y de humanidad la cadena que hoy se pone al servicio de un terremoto, pero al minuto siguiente cosecha imágenes infames que crean una insensibilidad y una normalización, una trivialización en el público sobre cuanto ocurre, que nos lleva al inconducente punto de la insignificancia. Nada importa. No hay consecuencias. Es la mirada lela e impasible.

No se ven otros usos que den significado a la órbita digital distintos a masticar como una gran trituradora nombres, emociones, historias, amenazas. La prepotencia de adueñarse por un instante de quien sea y lo que sea puede conducir a un creciente analfabetismo político que se sabe es una de las causas de la adicción. La mirada lela que no ayuda en este apremiante estado de cosas que nos acontece.

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