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La política de las vías de hecho

Nicolás Uribe Rueda
12 de agosto de 2016 - 08:16 p. m.

Desde hace un tiempo para acá, los ciudadanos venimos asistiendo impávidos al ejercicio constante de la arbitrariedad como instrumento para la acción política, como medio para tramitar las demandas ciudadanas y como motivación para la toma de decisiones oficiales.

Las vías de hecho, como se les dice, se están convirtiendo en el mecanismo predilecto y expedito para doblegar las instituciones y violar la ley con total impunidad. Así las cosas, nos embarcamos en una travesía que nos conduce irremediablemente al primitivo estado de naturaleza, en donde se impone la ley del más fuerte y no existe la posibilidad de réplica o el derecho de apelación.

Para que no se diga que exagero, prefiero recapitular. En los últimos meses hemos presenciado las vías de hecho de los camioneros contra todo el mundo, incluso contra sus colegas que querían trabajar. En las calles de las principales ciudades, escuadrones de taxistas persiguen violentamente a quienes se refugian en las aplicaciones tecnológicas para movilizarse y escapar así del mal servicio. En Norte de Santander, un grupo de indígenas se tomó por la fuerza la planta de gas de Gibraltar por más de 40 días, secuestró transitoriamente a unos trabajadores y afectó a más de 500.000 usuarios que debieron pagar un sobrecosto en sus facturas. El mes pasado, el Tribunal Administrativo del Tolima declaró constitucional una consulta popular que prohíbe una actividad legal y consideró ajustada a derecho una pregunta impresentable, que da cuenta de la manipulación a que se quiere someter a la ciudadanía y que pone en evidencia su instrumentalización politiquera. La justicia actúa arbitrariamente cuando notifica sus decisiones en entrevistas y dilata la publicación de sus sentencias, como sucede actualmente con el fallo que declara la constitucionalidad del plebiscito. Y ni hablemos del abuso del derecho que a cada instante vemos alrededor de la consulta previa o la perversa práctica de la cartelización empresarial que castiga principalmente y sin piedad los ingresos de los colombianos más pobres. Está ocurriendo a cada instante: los ciudadanos prefieren empelotar, golpear o atropellar a los ladrones para que no escapen a algún tipo de justicia; la Policía agarra a patadas a unos periodistas para evitar que graben aquello sobre lo que tienen el derecho de informar, y hasta la hinchada furibunda de un equipo se toma la cancha e impide que termine un partido para protestar por los malos resultados deportivos.

Es claro que el cariño de ciertos sectores sociales por una cultura de la ilegalidad no es cosa nueva. Pero sí resulta grave y retador apreciar la forma en que la arbitrariedad va ganando adeptos mientras aceleradamente pierde detractores. Las vías de hecho cuentan hoy con barras bravas que las promueven y ejecutan, mientras actores con alto perfil político las legitiman, presentándolas como inofensivas aventuras progresistas en defensa de los intereses ciudadanos. Es necesario que Colombia permita apertura en el debate, que no se restrinjan las manifestaciones sociales, políticas, ideológicas y culturales. Pero también resulta igualmente necesario que el Estado haga cumplir la ley, sancione los excesos y no tenga tolerancia alguna con el abuso del derecho.

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