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La política social de Susanita

Luis Carlos Reyes
18 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

Mafalda: “Me parte el alma ver gente pobre”. Susanita: “A mí también”. Mafalda: “¡Habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres!”. Susanita: “¿Para qué tanto? Bastaría con esconderlos”.

Si Quino hubiera dibujado esta tira cómica pensando en los vendedores ambulantes y los habitantes de la calle de Bogotá (grupos muy distintos, pero actualmente en la mira de la administración distrital por razones similares), no le habría podido salir mejor. Nosotros, los bogotanos engolosinados con la discusión sobre la manera ideal de recuperar el espacio público y de remozar áreas feas de la ciudad, como el Cartucho de antes y el Bronx de ahora, somos los herederos del pensamiento social de la rubia Susanita.

Es cierto que ningún particular debe poderse adueñar del espacio público. Pero esa es la conclusión correcta a un debate casi irrelevante, bizantino en nuestro contexto. Lo que deberíamos estar preguntándonos es cuáles son las causas de que, tan sólo en Bogotá, haya más de 100.000 vendedores ambulantes sin otra fuente de sustento y alrededor de 9.000 habitantes de la calle. La pregunta no es dónde esconderlos ni con qué triste compensación silenciarlos.

¿Será necesario recordar que en general ellos no son egresados de los colegios privados del norte de la ciudad, ni de las universidades de élite del país o del exterior de donde sí provienen buena parte de los adalides del espacio público? Parece que algo tan obvio se nos olvidara cuando ponemos los “abusos” de un vendedor ambulante en un plano moral igual al de la infracción de quien estaciona su BMW sobre el mismo andén. En una sociedad en la que todos nacieran con las mismas oportunidades, la equiparación sería justa. Pero ni Colombia ni Bogotá son esa sociedad. Tratar la desigualdad como algo tangencial mientras nos entretenemos con el ornato de la ciudad es síntoma de una enfermedad del alma colectiva.

En nuestra ciudad - en nuestro país, en América Latina - no todos nacemos iguales. Esa debería ser nuestra angustia. Cuando nos indignemos con el vendedor desaliñado que estaciona su carrito en la acera y vocea sus productos desde el espacio pagado por nuestros impuestos, seamos serios y preguntémonos quién es la víctima de un abuso aquí: él o nosotros.

Quizá las víctimas sean la gente “como uno”: gente que evade sus responsabilidades con la seguridad social reportando la misma contribución dos veces para distintos contratos, o que miente sobre el precio de venta de sus inmuebles (situados en zonas seguras y bien cuidadas por la policía) para reducir sus impuestos.

Gente que hace esto porque “de todas formas eso se lo roban” (siempre son “ellos” y no “nosotros”). O a lo mejor la víctima es él, el voceador, a quien el sistema económico y en particular la educación pública no le cumplió promesas que otros damos por descontadas; él, a quien desde pequeño la presencia de la misma policía que a nosotros nos tranquiliza lo pone en alerta, así no haya hecho nada mal.

Cuando vemos que la pobreza nos invade el espacio público y respondemos escondiendo a los pobres, lo más probable es que estemos culpando a las víctimas de nuestra negligencia colectiva por los agravios que, como sociedad, les hemos infligido.

Luis Carlos Reyes, Ph.D., Profesor Asistente, Departamento de Economía, Universidad Javeriana
 

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