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La tierra del olvido

Arturo Charria
21 de abril de 2016 - 02:29 a. m.

En el filo de la montaña de Ciudad Bolívar queda el barrio Los Alpes, donde el nivel de miseria en que viven sus habitantes hace que la pobreza parezca un lujo.

La tierra es árida y con la más leve brisa una polvoreda rasguña los ojos y el sonido de los techos de lata genera un ruido ensordecedor. Allá no hay casas, apenas pequeñas jaulas hechas de latas, cabuyas y unas cuantas piedras que les venden a precio de mármol unos inescrupulosos usureros. Pero de esas jaulas no se asoman pájaros que esperan alcanzar su vuelo, sino los rostros de la miseria que ven pasar de largo la vida. Allá la esperanza es tan escasa como los árboles.

Resulta difícil construir un proyecto de vida en la condición que viven los habitantes de Los Alpes. Dicen que la única presencia que suelen hacer el Estado y los gobiernos distritales son las máquinas que cada cierto tiempo destruyen sus viviendas, consideradas de invasión. Pero ellos manifiestan haber pagado por el terreno o pagar cuotas semanales a sus “dueños”, quienes a la vez les venden pedazos de troncos, de latas y de piedras para armar sus propias jaulas. Esos mismos “dueños” son los que denuncian la invasión de sus predios, una vez destruido el barrio, vuelven a parcelar y a revender los terrenos.

Desde Los Alpes se ve toda Bogotá como un monstruo gigantesco, pero desde Bogotá no se ve Los Alpes o quizá no lo queramos ver. El sentimiento es sobrecogedor, le pregunté a un niño qué sentía cuando miraba hacia abajo y veía esa ciudad tan grande. “Yo por allá no voy, eso queda muy lejos”, me dijo.

De manera similar nos habló Nora, una mujer desplazada de Buenaventura. Lleva más de tres años en Bogotá y dice sentir miedo, ya no de la guerra, sino de la ciudad misma. “Yo no salgo de acá. No conozco a nadie. Allá teníamos una casa que era lo más de bonita. Mis hijos no consiguen empleo y estamos desesperados”.

Entre más entrábamos al barrio, más profunda era la miseria. La montaña se volvía más empinada, hacía mucho que habíamos dejado de escuchar el ruido de los pocos buses alimentadores que suben hasta El Paraíso, el barrio que colinda con Los Alpes. Los servicios públicos son inexistentes. Una telaraña de mangueras traía agua de alguna conexión, pero era más la que se perdía entre las uniones de la red que la que llegaba a las casas. Luz no había, las pocas tiendas vendían productos sin refrigerar y todo en pequeñas porciones. Comprar un producto por libras o litros es un lujo que no se suelen dar los habitantes de uno de los barrios “más altos” de Bogotá.

Bogotá se hacía cada vez más pequeña y lejana desde la punta de la montaña. En las paredes de lata lo único que daba color al barrio eran unos desteñidos carteles de candidatos políticos, uno de esos decía: “propuestas tan claras como el agua”, lo consideré una mala broma.

No quisiera entrar en el debate de estadísticas y percepciones, en el que suelen quedarse estas discusiones cuando los gobernantes intentan defender su gestión. Sin embargo, así como durante años el expresidente Uribe nos vendió la idea de que estábamos a pocos meses de acabar con los “narcoterroristas” de las FARC, la izquierda en Bogotá hablaba de que prácticamente habíamos erradicado la miseria de la ciudad. Ni la guerrilla fue derrotada y allí, entre las nubes y el olvido, sigue creciendo, como una afrenta a la dignidad humana, el barrio de Los Alpes.

No creo que esta situación sea responsabilidad exclusiva de las últimas administraciones de izquierda, pues el origen de esta pobreza no es de hace doce años. Pero doce años de gobierno son suficientes para ver esa decadencia y generar políticas que busquen transformar dicha realidad. De ahí que pueda afirmar, que la derrota de la izquierda en Bogotá no se dio en las pasadas elecciones, sino en cada día de la vida de los habitantes de Los Alpes, que desde la punta de la montaña, veían cómo esa ciudad “más humana” se alejaba de ellos. La derrota de la izquierda en Bogotá se escucha en esos barrios con cada brisa que levanta y golpea los techos de lata, haciendo imposible escuchar el dolor de unos habitantes que viven derrotados por una miseria que también es nuestra.
 

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