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La vida sigue

Ana Cristina Restrepo Jiménez
08 de abril de 2016 - 08:13 p. m.

Una matera se desploma desde un estante en el jardín infantil del kibutz “Kerem Shalom” (Viñedo de la paz), cercano a la frontera entre Israel, Egipto y la Franja de Gaza.

En una escena tan natural como desprevenida, la profesora se acerca para reprender a las niñas que, entre travesuras, provocaron el accidente. Recoge los restos de cerámica y seca el líquido sanguinolento que destilan las raíces de la planta y la tierra.

Afuera, la soledad de los columpios antes de la campana del recreo, una rayuela pintada en una rampa de cemento, el olor de los azahares que todo lo impregna.

800 personas viven en esa comunidad agrícola. Cultivan papa, manzana y sandía, entre otros productos. Venden la leche de sus vacas a las grandes compañías israelíes. El sistema en “Kerem Shalom” no dista de otros de su especie: se fundó como comunidad cooperativa, las decisiones colectivas se toman en forma democrática, corre con gastos como el colegio y el seguro de salud de sus habitantes.

A unos minutos en bus está el principal paso comercial fronterizo entre Israel y la Franja de Gaza. De 6 a.m. a 6 p.m., entre 800 y 900 camiones ingresan a una zona de descargue. Una vez se abren las esclusas, inicia el desfile de tractomulas Volvo y la mercancía queda entre los muros de concreto (sin techo). Del otro lado, entran y recogen. Ningún vehículo de carga puede cruzar.

Entre el cuido para animales que queda regado sobre el pavimento, algunas vainas ojivales, estropeadas. Sin pólvora. “Son para prácticas”, explica un vigilante.

En tierra, hombres vestidos de civiles, dotados con sistemas de comunicación y fusiles Tavor, controlan el sector. Desde el aire, algunos globos con cámaras hacen lo suyo. 200 personas se encargan de la operación.

Gaza no tiene puerto. Exporta verduras, frutas y textiles a Israel y Cisjordania. En el paso fronterizo dicen que solo prohíben el ingreso de armas a la Franja de Gaza.

La parte superior del jardín infantil de “Kerem Shalom” está construida como refugio antimisiles, con una portentosa estructura metálica y de concreto. Si llegara a haber un ataque mientras los niños están afuera, tardarían máximo 15 segundos en correr hasta otro refugio antimisiles dentro del kibutz.

En el comedor comunitario, el mismo que otrora fue destruido por un misil Qassam proveniente de la Franja de Gaza —cayó sobre el techo, pero no explotó—, espera una sopa caliente, hecha en casa. Ensaladas con quesos, pavo, carne de res, verduras cocidas, cereales.

“Es más fácil contar muertos y desastres que describir en términos matemáticos el funcionamiento de una sociedad pacífica y civilizada”, escribió Antonio Panesso Robledo en el ensayo “¿Es necesaria la violencia?”.

A la misma hora, algunas niñas palestinas han de estar haciendo travesuras en un jardín infantil del otro lado de la Franja de Gaza. Quién sabe cómo son el techo y los columpios. Si huele a acuarela, adentro; a azahares, afuera. Solo una certeza: una profesora ha de estar pendiente de la matera, a punto de desplomarse en cualquier instante.

 

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