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Lo que cambia la lectura

Diego Aristizábal
18 de julio de 2016 - 02:21 a. m.

Yo sabía que lo tenía. Lo había comprado hacía cinco o seis años, pero sin querer mi biblioteca se lo había devorado.

Las bibliotecas hacen eso y entre más pasan los días, los nuevos libros que llegan, a veces, se van tragando a los otros como el mar se traga ciertas cosas cuando crece la marea. Y no es que los sumerja y luego los deje flotando por ahí, no, a veces los sumerge tan profundamente entre los anaqueles y las montañas de libros que uno se olvida de ellos. Hasta que llega un día que baja la marea, se establece un nuevo orden entre los libros y un tomito delgado, perdido, reaparece ante los ojos de un lector que recupera instantáneamente el deseo de leerlo. Lo atrapa de inmediato, no sea que el mar de libros vuelva a llevarse lo que generosamente devolvió cuando le dio la gana.

Eso me pasó esta semana con “Una lectora nada común”, una novelita de Alan Bennett, que en buena hora recuperé y apenas terminé de leer lamenté profundamente no haberla leído antes. ¡Qué delicia!, qué historia más sabrosa. Bennett, famoso sobre todo por sus trabajos en el mundo del teatro, el cine y la televisión británica, le da vida a Isabel II, una reina que, entrada en años, descubre el placer de la lectura por culpa de sus traviesos perros.

Como Su Majestad nunca antes había visto la biblioteca ambulante del municipio de Westminster, la camioneta grande aparcada delante de una de las puertas de la cocina del palacio, decide subir la escalerilla para disculparse por el escándalo de sus terribles perritos. Adentro solo están el señor Hutchings, el biblotecario, y el joven Norman Seakins, un empleado de la cocina que lee acuclillado en el pasillo. Como ya está ahí, y se entera de que esa camioneta va todos los miércoles, pues decide prestar un libro. La verdad lo hace más por ser cortés que por agrado. “Nunca le había interesado mucho la lectura. Leía, por supuesto, como todo el mundo, pero el gusto por los libros era algo que dejaba a los demás”. Ese día la reina sale con un libro y su vida nunca más volverá a ser igual. La lectura empieza a darle tanto placer, que ve en la incubación de un resfriado el pretexto para seguir leyendo en su cama “A la caza del amor”, de Nancy Mitford, el segundo libro prestado.

Y así la vida de la reina se llena de lecturas: Dylan Thomas, John Cowper Powys, Jan Morris, Alice Munro, Proust, en fin. Ya no hay nada más importante para ella que leer, “ojalá pudiera hacerlo todo el tiempo”, dice, pero ciertos compromisos banales, que antes disfrutaba, ahora le molestan porque le quitan tiempo. Rápidamente entiende que un libro lleva a otro, nuevas puertas se abren dondequiera que mire y los días ya no son lo bastante largos para leer todo lo que quiere. ¿Pero cómo no se había dado cuenta de lo delicioso que es leer? La reina acaba de descubrir que a ella la “aleccionaron” y aleccionar no es leer. “De hecho es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionamiento cierra un tema, la lectura lo abre”.

En la medida que pasan las páginas, uno se divierte tanto como la reina, uno encuentra una aliada que enciende la imaginación y sorprende cuando vemos que sus tácticas para entablar conversación han cambiado, han roto el protocolo. Ahora es feliz preguntándole a todo el que la visita: ¿Qué está leyendo en este momento? Obviamente ministros y presidentes quedan sorprendidos porque estos personajillos casi nunca se imaginan que alguien como Su Majestad les pueda preguntar semejante cosa. Ellos, obviamente, han sido aleccionados, no leen.

La lectura incomoda, no es un “pasatiempo” como muchos creen, empieza a descubrir la reina, esta reina que construye maravillosamente Bennett que entre más lee siente que se está convirtiendo en un ser humano, el problema, como ella dice, es que tal vez esa evolución no sea bien recibida.

desdeelcuarto@gmail.com
@d_aristizabal
 

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