Los entresijos de la corrupción

Piedad Bonnett
22 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

Resulta que en Colombia la palabra corrupción está moda, como si fuera una novedad.

Tal vez porque el caso de Odebrecht fue la gota que rebasó la copa, o porque el fiscal y  el actual procurador enarbolaron la bandera anticorrupción como meta de su gestión, o porque, como aduce Claudia López, le llegó la hora a este tema “ahora que ya Colombia no tiene como prioridad ni las Farc ni la paz”, como si los problemas nacionales tuvieran que evacuarse de uno en uno. En buena hora el  tema pareciera prioritario, y ojalá desemboque en campañas agresivas y generadoras de un cambio. Desafortunadamente, así como es más fácil empezar una guerra que terminarla, según escribió García Márquez, es más sencillo que un país entero se corrompa que regresar a sus gentes al cauce de la decencia y el trabajo limpio. Porque, como dijo Aldo Cívico en columna reciente, en Colombia la corrupción se convirtió en un sistema. 

Pero no sólo en Colombia. El capitalismo salvaje, aplicado sin barreras y escrúpulos, es culpable de la corrupción generalizada, porque propicia el contubernio entre el sector privado y los políticos, como bien lo ilustra el caso de Odebrecht, donde Bula ofrece “utilizar sus relaciones en las comisiones tercera cuarta y sexta para presionar a funcionarios que tenían que ver con la adjudicación”. Los más ricos en todo el mundo se encargan de presionar gobiernos, de cambiar las reglas en favor propio, y de financiar campañas a cambio de favores, como bien lo explica en artículo reciente el premio Nobel de Economía Angus Deaton, quien pone de ejemplo a las farmacéuticas, a los banqueros y a los magnates inmobiliarios. Y los políticos se encargan de mimar a grupos de interés para obtener poder. Agro Ingreso Seguro, el elefante de Samper, las mafias de los contratistas en alimentación y salud son sólo algunos ejemplos. O, de otro modo, la politiquería de Vargas Lleras, que desde un cargo gubernamental y apoyado en la propaganda sistemática, usa su fiebre constructora para crear alianzas locales y catapultarse como candidato a la Presidencia.

No es sólo afinando los sistemas de control como se combate la corrupción. Debe haber, como propone el contralor Maya, una política de Estado que implique prevención, campañas, incentivos a la delación y duras sanciones. Pero es también una tarea de todos, pues la desviación moral de parte de una sociedad puede llegar a convertirse en una verdadera mentalidad extendida. En países como Colombia, donde la inequidad social es la regla, y donde la justicia funciona mal, es fácil que florezca la corrupción. Muchos excluidos quieren participar de la torta que enriquece a los gobiernos y un grupo de privilegiados. Así se explica, en parte, la aparición de la cultura traqueta y sicarial, que se sustenta en la ambición, el resentimiento, la falta de escrúpulos y el deseo de revancha. Y en la certeza de impunidad y de que los mismos cuerpos policiales son corruptos. Parte de culpa le cabe también a la educación, en su sentido más amplio —hogar, escuela, medios— por no fundar en niños y adolescentes principios éticos inamovibles. De ahí se deduce, tristemente, que acabar con la corrupción es una tarea lenta y a mediano plazo. Y liderada, además, por alguien que no sea corrupto.

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