Los laberintos de la mente

Umberto Eco
04 de octubre de 2015 - 02:33 a. m.

Me gustaría abordar el tema de un artículo reciente del periodista italiano Eugenio Scalfari: el laberinto.

El concepto del laberinto se remonta a la historia de Teseo y Ariadna de la mitología griega y, con el tiempo, se ha convertido en objeto de fascinación en el mundo del arte y, dirían algunos, también en el de la filosofía. Los laberintos han inspirado el diseño del piso de las catedrales y de grandes jardines. Su influencia se extiende incluso a los perturbadores laberintos en “The Shining” de Stanley Kubrick, los vertiginosos dibujos de M.C. Escher y las fantasías laberínticas de Jorge Luis Borges.

Pero nadie podría perderse en el laberinto de Cnosos, Creta, el de Teseo. Si imprimimos una vista aérea del laberinto y seguimos su trayectoria con un lápiz, no podríamos dejar de encontrar el centro y la salida. El laberinto de Cnosos es “unilineal”, es decir, si de alguna manera pudiéramos desenmarañarlo, terminaríamos con una sola línea recta, tal como el hilo que Ariadna le da a Teseo para marcar su camino. Lo que hace peligroso al laberinto de Cnosos es que el minotauro acecha en el centro. Pero una vez que nos deshacemos del minotauro es fácil salir.

Los problemas de Teseo, nos recuerda Scalfari, empiezan después, cuando se ve obligado a tomar otras decisiones que podríamos llamar “existenciales” (por ejemplo, elegir entre Fedra y Ariadna). La imaginación clásica no le dio forma a la complicada maraña que nos espera afuera del laberinto pues, al menos hasta tiempos modernos, el modelo del mundo era estrictamente geométrico, constituido por formas “cerradas”: esferas concéntricas, jerarquías triangulares y, desde Marco Vitrubio Polión hasta Leonardo da Vinci, figuras humanas circunscritas en cuadrados, círculos o pentágonos.

En la era moderna se empezó a sospechar no solo que la Tierra no era el centro del universo, sino que el universo es de hecho infinito; o que podría existir un número infinito de universos y, por tanto, que la geometría ya no podía representar al universo. Y así, el laberinto pasó de unilineal a multilineal: a cada paso hay que elegir entre dos caminos y solo uno de los dos es el correcto. Sí es posible perderse en un laberinto multilineal. Si pudiéramos desenmarañarlo, no tendríamos una sola línea recta, un hilo, sino más bien un árbol con un número potencialmente infinito de ramas. Cualquier camino puede conducirnos a un callejón sin salida o a una serie de giros y vueltas que nos alejen cada vez más de la salida. Y tampoco es posible visualizarlo en su conjunto; lo único que podemos hacer es formar una nueva hipótesis a cada vuelta, en lo que el matemático Pierre Rosenstiehl llamó el “algoritmo miope”.

La situación se vuelve más compleja con una tercera forma de laberinto, el que tiene forma de red y en el que cada punto puede conectarse con cualquier otro, lo cual da origen a múltiples caminos. Imaginemos, por ejemplo, que viajamos de Roma a París y en nuestro trayecto pasamos por Berlín, Budapest y Madrid.

Es imposible desenmarañar una red. A diferencia de los laberintos unilineales y multilineales, que tienen tanto un interior como un exterior, este tipo de laberinto no tiene nada de eso. Y puede extenderse hasta el infinito.

Hoy día tenemos el concepto de que la estructura del universo es una red. Pero la ciencia no tiene por qué temer eso pues, si una hipótesis resulta falsa, siempre hay otra para poner a prueba. (Muy adecuadamente, el lema de la Academia del Cemento, una de las primeras sociedades científicas italianas, era: “prueba y prueba otra vez”). Pero como individuos no es fácil renunciar a nuestras convicciones. Y aun si quisiéramos, no podríamos revertir nuestro curso a través del laberinto. La red es refractaria al paso del tiempo, pero nosotros no.

Y así, el laberinto en forma de red nos revela nuestros grandes miedos, nuestras contradicciones internas y nuestra ilimitada capacidad de error. A fin de cuentas, nosotros somos nuestro propio minotauro.

 

 

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