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Manuela

Tatiana Acevedo Guerrero
02 de enero de 2016 - 03:04 a. m.

Eugenio Díaz nació en Soacha y fue uno de aquellos personajes que saben navegar con naturalidad entre contextos muy distintos (se movía entre la Soacha rural de entonces y la capital.

Entre comunidades populares y clubes sociales). En 1858 inició la publicación, por entregas, de su novela Manuela. Esta es una sobre las vivencias y reflexiones de Demóstenes, un bogotano educado, viajado y acomodado que parte en aventura hacia algún paraje caliente y rural. El cuento es claro y hierve en detalles: el protagonista habla con ricos y pobres, patronas y trapicheras. Se debate entre amores, mientras entabla amistad con la bella Manuela, que es empleada doméstica. Mientras Demóstenes y sus amigos profesan ideas de igualdad, educación gratuita y reforma social, el gamonal (Judas Tadeo) es malvado y amasa poder mediante corrupción.

Hace algún tiempo el profesor Francisco Gutiérrez me recomendó el texto para el estudio de los partidos Liberal y Conservador. La lectura de Manuela es relevante hoy, 158 años después de su publicación, más allá de la historia de los partidos. Gira alrededor de cuatro tensiones relevantes para pensar en lo que se viene para el país: en las formas de hacer oposición política al nivel más menudo y local. En las coreografías e intercambios entre Bogotá, Medellín, el norte, el oriente, el pacífico y el sur. La primera tensión, entre ciudades civilizadas y campos en que se trabaja sin muchas regulaciones laborales. Entre ciudades que alojan las oficinas en donde se decide la suerte de tierras en que pululan el jején, la caña y el banano. Tal y como las describe Demóstenes: “tierras húmedas, saturadas de sales, que se ablandan y se deslizan en derrumbes llevándose las estancias y los montes, son buenas para producir mucha caña y mucho plátano; pero no mucha vida”.

La segunda tensión, entre propietarios de tierra y arrendatarios. Cuando el protagonista exhorta a una de las campesinas a hacer la tierra más productiva, a “descuajar todos estos montes, sembrar otras plantaciones para la exportación, como café”, la mujer le responde que no lo hace porque los dueños de las grandes extensiones se quedarían con casi la totalidad de las ganancias. La tercera, entre los distintos tipos de oposición política. Pues frente a la derecha más tradicional, se abren en la novela dos alternativas. Una, representada por el protagonista y su generación, estudiosos, reformistas, defensores de la ley. Este grupo se asquea del otro, en cabeza del gamonal, Tadeo (quien empezó como peón y fue ascendiendo, trepando las ramas del poder judicial hasta amasar una red de clientelismo, con un discurso resentido contra los ricos). En cierta forma, se trata de la mentada oposición entre el llamado “voto de opinión” y el incomprendido y subestudiado voto de “tamal” (o “ladrillo”).

La cuarta oposición que introduce el libro es quizá la más relevante para el año que comienza. Y tiene que ver con la (in)coherencia de los reformistas. Con la empresa de poner en marcha grandes proyectos sociales y a la vez no estar dispuesto a ceder ni negociar privilegios históricos (un ministro de Agricultura encargado de la restitución de tierras que a la vez es terrateniente, por ejemplo). Tal y como le explica Manuela al cachaco Demóstenes, mientras este delinea la reforma a la justicia desde su hamaca: “todos los demás estamos fregados en los poyos o los escaños, mientras usted se está meciendo en la hamaca, acostado en muchas ocasiones, ya usted ve que eso no se puede llamar igualdad. Entonces diga usted que una cosa es cacarear y otra poner el huevo; una cosa es hablar de igualdad y otra sujetarse a ella”.

 

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