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Martes desnudos

Fernando Araújo Vélez
06 de diciembre de 2015 - 01:55 a. m.

La primera vez, él se escapó de su oficina poco antes de las cinco de la tarde, como lo haría todos los martes siguientes durante diez años.

Ella se sorprendió al verlo y le dijo que ya estaba por terminar, que sólo le faltaba arreglar el mesón de la cocina, y que le había dejado algo para la cena en el horno. Él sonrió. Se quitó el saco y aflojó el nudo de su corbata. ¿Quieres un trago, Matilde?, preguntó. No, gracias, doctor, ya casi me voy y el camino es largo, respondió ella. Si quieres yo te llevo después, le dijo él y se le acercó, y le siguió hablando del clima y los trancones y la inseguridad para no decirle que le encantaban sus ojos negros y su piel cobriza, y para que ella no se asustara con su cercanía y su aliento cada vez más turbio. Él hablaba, y de las palabras brincó a un beso y a alguna caricia. Ella quiso decir que no, pero se dejó llevar porque había pasado muchos meses sin empleo y no quería volver a lo mismo, porque hacía años que no vivía una locura y sentía curiosidad por el doctor, y porque desnuda solían ocurrírsele las mejores ideas.

Se dejó llevar ese martes a las cinco de la tarde, y a las ocho, antes de bajarse del carro del doctor, sacó una hoja en blanco de su morral y le pidió que se la firmara para llevar bien las cuentas de sus días de trabajo. Él firmó, Raúl Blanco, y ella escribió la fecha en la parte de arriba y garabateó su nombre, Matilde Sanjuán, abajo del nombre del doctor. Se despidieron con un apretón de manos y un beso en la mejilla. Hasta el martes, Matilde. Sí, doctor. Ya en su casa, que era una alcoba de piso de madera roída, Matilde sacó la hoja con las firmas, y debajo de la fecha escribió “relación sexual, 80.000”. Luego la metió en una carpeta que guardó en el fondo del último cajón de su armario y se acostó a dormir. El martes siguiente el doctor llegó sobre las cinco de la tarde, le habló de un poeta llamado Federico García Lorca que había escrito unos versos que decían El viento se llevó los algodones a las cinco de la tarde, y luego de un corto silencio le comentó que los abogados como él no buscaban la verdad, sino que la fabricaban.

Entonces la besó y entonces se desnudaron y a las ocho en punto ella le pidió que le firmara otra hoja en blanco. Y así pasaron los martes y las semanas y los años. Habían inventado su amor con la ansiedad de que los días pasaran rápido y los martes, desde las cinco, lentos. Con nervios, con fantasías, con unas cuantas certezas, otros tantos temores, intereses, algún ramo de flores y un chocolate, muchos besos, y una hoja en blanco con sus dos firmas hacia las ocho de la noche. El último martes que se vieron, Matilde se detuvo cuando el doctor intentó besarla. Le dijo que ella también había aprendido a fabricar sus verdades, sacó del morral copias de las 520 hojas firmadas por los dos, y varios folios repletos de sellos y firmas que comenzaban con un “Por medio del presente documento, Matilde Sanjuán, quien en adelante se denominará la demandante, exige el completo pago de honorarios sexuales, con sus respectivos intereses, al doctor Raúl Blanco, quien en adelante se llamará el demandado…”. 

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

 

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