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Más lejos de las estrellas

Tatiana Acevedo Guerrero
10 de enero de 2016 - 02:00 a. m.

Un virus es un agente.

Tan pequeño que casi nunca se ve en el microscopio. Sin células, sólo puede multiplicarse en las células de otros. De animales, matas o bacterias en las que logre meterse. La historia del virus Zika se cuenta desde 1947 (cuando fue descubierto en animales) y es una que trenza biología, sequía, posconflicto, desigualdad e injusticia en la ciudad.

Las primeras alertas de epidemia se reportaron en 2008 en Oceanía. Sin embargo, el verdadero brote es de hace menos de un año. Primero en Brasil y después en las extremidades de Colombia. Una hembra, Aedes Aegypti, picó a alguno infectado con el virus: las Aedes succionan sangre mientras inyectan un chorrito de saliva. Y, al próximo picado, le introdujo saliva preñada con Zika. Así, se fue repartiendo la enfermedad que produce salpullidos, fiebre, ojos rojos, dolor de cabeza y de articulaciones.

Todavía en octubre los boletines de la Organización Mundial de la Salud estaban blindados de angustia. Como el Chikungunya, que afiebró miles de células en la Colombia de clima caliente, el Zika parecía inofensivo. Esto, hasta hace algunos días en que coincidencias le abrieron boquete a la tranquilidad.

El estado de Pernambuco al norte brasilero, uno de los más afectados por el Zika, pasó de reportar en promedio diez casos de microcefalia infantil por año a reportar 141 casos de este desorden neurológico en 2015. “Una posibilidad es que el virus se haya adaptado en los últimos años para tener un mayor nivel de viremia, es decir, más virus presente por gota de sangre”, explicó uno de los líderes de las investigaciones en curso. Esta alta concentración pudo haberlo ayudado a pasar de la saliva del insecto a la madre y (a través de la barrera placentaria) al feto.

Algunos de los bebés brasileros con microcefalia nacieron enfermos (uno de ellos falleció en el estado de Pará). Otros, se preparan para seguir viviendo mientras son fotografiados por periodistas. Luiza, hija de la modista Angélica Pereira, ha sido una de las retratadas. Sus fotos, mientras sus padres la cargan o mientras la bañan en un balde, están en los periódicos. El balde de agua, la casa en un barrio sin pavimentar en el que flotan bolsas de plástico: estas imágenes cierran la historia del Zika y le dan piso a la enfermedad.

Siguiendo a Brasil, Colombia supera los diez mil casos de Zika. Las Aedes Aegypti se crían por centenas. Ponen huevos en barrios populares (informales o de Vargas Lleras) en donde, como el agua llega sólo a veces y cara, la gente tiene que almacenarla en baldes u ollas. En barrios sin recolección de basuras, en donde el plástico que nunca desaparece, se encuentra y recoge agua de cualquier llovizna. Las Aedes Aegypti se crían por centenas. No en mar ni pantanos, como sugieren locutores y entrevistados de radio bogotana (que recomiendan a las señoras “no viajar a sitios con zancudos”). Sino en agua que se guarda dentro del hogar porque no hay alternativa. En la basura que se vuelve recipiente porque no hay quien la recoja. Se crían por centenas porque algo no va bien en la maravillosa política nacional de vivienda.

Se crían entre las tapas de agua embotellada que embuchan turistas cuando visitan el país de Aedes, que está por todas partes, 1.800 metros más lejos de las estrellas.

 

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