Máximo, en el país del desamparo I

Beatriz Vanegas Athías
16 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

Conocí a Máximo cuando aún tenía que ser María Paula Castellanos.

Tenía catorce años y cursaba el grado noveno en un prestante y supuestamente librepensador colegio de Floridablanca. Desde los cinco años cuando estaba en transición era una chica que se hacía rodear de todo tipo de problemas. Su profesora de entonces la recuerda sentada explicando con toda la vehemencia de un adulto, porqué había llevado revistas con mujeres desnudas para un trabajo manual.

A los trece confesó a sus padres su atracción hacía las mujeres y agregó que le gustaría haber nacido niño. La madre, enfermera –católica y patriarcal- sintió aquella circunstancia como un castigo divino por no sé qué pecado cometido. El padre, un ingeniero de la Universidad Industrial de Santander, más racional y cómplice, le advirtió de inmediato que se blindara porque no la iba a tener fácil en la vida.

Por eso cuando llegó el paso de la niñez a la adolescencia, María Paula –hoy Máximo- se había convertido en un personaje que en el ámbito escolar era fuerte al hablar y fuerte al actuar. En todas las iniciativas académicas, deportivas y artísticas era posible hallarla. Pero evoca con frustración que aquel colegio en donde estudiaban los jóvenes que luego liderarían los destinos de Santander, no le ofreció ni a él (entonces ella) ni a cada uno de los jóvenes homosexuales que proliferaban en cada grado escolar, la posibilidad de ser.

Recuerda con dolor la decisión de la Rectoría de situarla a un extremo del salón, lo más lejos posible de su amiga especial, sin una explicación o un diálogo que explicara aquella decisión. Aquel lunes en el colegio ella entró en un agujero negro de preguntas sin respuestas. Después vino la prohibición de comer en el restaurante colectivo con sus amigos de siempre; la matrícula condicional y la inhabilidad para ser Personera del colegio porque fue acusada de insultar a una de las señoras que servía en la cafetería.

A los veintitrés años María Paula por fin ha revuelto su vida para llegar a ser Máximo Castellanos, o Max, como aparece en su perfil de las redes sociales. El camino ha sido profundamente oscuro y culebrero. Ha sido además un filtro doloroso que empezó con la pérdida de los amigos, los mismos con los que él vivió su infancia y aspiraba conservar hasta la vejez. Ahora se han alejado porque no soportan o no entienden su decisión.

Acostumbrado como está a recibir golpes que lo segreguen, decidió llamarse Máximo Castellanos como un homenaje a su abuelo materno, como un homenaje a la madre que ha hecho de su estancia en el hogar, un espacio invivible. Supo entonces que debía darle a la madre el sitio que ella no se había dado con su rechazo.

Máximo Castellanos avanza en su Terapia de reemplazo hormonal en una ciudad como Bucaramanga gobernada por machos y sumamente arraigada en el patriarcado. Una ciudad donde es impensable una Política Pública para los Transgéneros, pero sobre ello hablaremos el próximo martes.
 

 

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