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No se lo dicen a nadie

Sorayda Peguero Isaac
29 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

Un arzobispo católico que se paseaba sin sotana por el malecón de Santo Domingo.

Un tutor del colegio Maristas de Sants-LesCorts de Barcelona. Un profesor de gimnasia de la escuela primaria Arnold House, en Londres. Parecían simpáticos, generosos, nobles. “Te voy a dar mil pesos”. “Tengo un regalo para ti”. “Eres el mejor niño de todos”. Ninguno de ellos tenía apariencia de delincuente. Pero en realidad eran violadores de niños.

El niño dominicano se dedicaba a limpiar zapatos cuando el arzobispo Józef Wesołowski abusó de él. En una entrevista con El Periódico de Catalunya, el hombre español se identificó como J. Ahora tiene 42 años. El pianista británico James Rhodes narró su experiencia en el libro Instrumental. Tenían 13, ocho y seis años, respectivamente. Cada uno de ellos sufrió abusos sexuales en reiteradas ocasiones.

El secreto quema el pecho de las víctimas como una masa de lava estancada. Son niñas y niños que lloran calladamente, cuando nadie mira, porque el verdugo amenazó: “No se lo digas a nadie”. Sienten desesperación, culpa, vergüenza, rabia, asco, y hasta deseos de morir. El tiempo pasa. Las capas de olvido voluntario, que el cerebro superpone a los malos recuerdos, funcionan como un escudo. Se sobrevive, se puede salir vencedor, pero el camino es tortuoso: depresiones, trastornos nerviosos, confusión sexual. La herida continúa supurando angustia.

J. le contó a El Periódico que en algunas ocasiones, mientras hace el amor con su mujer, el violador se instala en su cabeza. Rhodes dice que todos los días de su vida recuerda que fue violado: cuando alguien lo toca, cuando observa un niño, cuando llora. Es como una exhalación perversa, como una sombra omnipresente que ataca siempre por la espalda, que puede convertir cualquier instante en una pesadilla.

Chere Hunter era directora de la escuela en la que estudió Rhodes. Se enteró de los abusos que había sufrido el pianista casi 30 años después. “Al recordarlo sentí náuseas. Me consume la culpa por no haberme dado cuenta del tormento que James debía estar padeciendo”, declaró a la Policía. Cuando Hunter hizo un repaso de aquellos años, recordó que había notado cambios en el comportamiento de Rhodes. Justo después de que empezara a tomar clases de boxeo con el hombre que lo violó durante cinco años, había dejado de ser un niño alegre. Se volvió introvertido y temeroso. Era otro.

“Si comparásemos la vida con correr un maratón —explicó Rhodes al Daily Telegraph—, los abusos sexuales en la infancia tendrían el efecto de quitarte una de las piernas y cargarte con una mochila llena de ladrillos en la línea de salida”. A veces el volcán erupciona. A veces no: el magma se solidifica, se transforma en una pesada roca de silencio. Un consejo de “sabios” —del entorno cercano, la comunidad o la Iglesia— decide que no es conveniente alterar el orden. Su mutismo los convierte en cómplices del agresor. No se lo dicen a nadie. Consideran que de algo tan espantoso es mejor no hablar. Repasan el guión de una pantomima mientras la bestia sigue suelta, impune. Todos callan. Todos actúan como si nada hubiera pasado y, poco a poco, recuperan la normalidad. Todos, menos el niño que carga la mochila.

sorayda.peguero@gmail.com

 

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