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Ojos que no ven

Sorayda Peguero Isaac
16 de octubre de 2015 - 02:53 a. m.

En la edición de enero de 1933, Helen Keller planteó un desafío a los lectores de la revista literaria Atlantic Monthly.

En su artículo “Tres días para ver”, la escritora estadounidense –ciega y sorda desde que tenía poco más de un año– decía: “A menudo he pensado que sería una bendición que cada ser humano se quedara ciego y sordo unos días en algún momento de su juventud”. Según Keller, la sensación de que el tiempo se extiende ante nosotros como un horizonte constante de días, meses y años inagotables nos impide mirar con atención y delicadeza.

Las antiguas farolas de La Rambla de Barcelona no son todas iguales. Algunas tienen cinco brazos. Están agrupadas de cuatro en cuatro, a cada lado del paseo, en cinco puntos diferentes. Cinco puntos que coinciden con las puertas de la antigua muralla medieval. También hay un dibujo pintado sobre el pavimento, a la altura del tramo Pla de l’Ós. Es una figura conformada por pequeñas piezas de colores. Un regalo de Joan Miró para su ciudad. No puedo precisar el número de veces que he caminado por La Rambla, apurando mis pasos, esquivando vendedores ambulantes y turistas. No me había fijado. Ni en las farolas de cinco brazos, ni en el dibujo de Miró. Tuvo que venir alguien desde muy lejos, con sus ojos ávidos de novedad, para que los míos, holgazanes y acostumbrados, pudieran percatarse de que estaban ahí.

Keller preguntó a sus lectores: “¿Cómo usarías tus ojos si sólo tuvieras tres días para ver?” A veces sentía que sus latidos se transformaban en un grito furioso. Lamentaba la pereza de los que tienen la dicha de vivir en el mundo de la luz y pasan sin mirar, sin saborear el privilegio de poder contemplar el espectáculo de color y movimiento que los rodea. Era un reto provocador: imaginar que una niebla espesa y oscura cubriría toda la tierra, y todas las cosas amadas, hacia el final de la última noche.

A lo largo de ocho páginas, Helen Keller detallaba su recorrido imaginario. El primer día, le habría gustado contemplar los rostros de las personas que hacían que su vida mereciera la pena, mirar los ojos de sus perros, las bagatelas que convertían su casa en un hogar, caminar por el bosque. Sus manos habían palpado esculturas de dioses y diosas de la antigua tierra del Nilo. Había recorrido las líneas de un jarrón griego con las yemas de sus dedos. Pero no era suficiente. Antes de regresar a la larga noche de su vida, deseaba ver las obras de Rafael, Tiziano, Rembrandt y da Vinci. Contemplar los escaparates de la Quinta Avenida, un parque lleno de niños, fábricas y favelas, el milagro que convierte la noche en día. “Yo soy ciega –concluía Keller– puedo dar pistas a aquellos que ven: utiliza los ojos como si mañana tuvieras que quedarte ciego. Y puedes aplicar el mismo método a los demás sentidos. Escucha la música de las voces, el canto del pájaro, las poderosas notas de una orquesta, como si mañana tuvieras que quedarte sordo. Toca cada objeto como si el sentido del tacto fuera a fallarte mañana. Huele el aroma de las flores, saborea cada bocado, como si mañana no pudieras oler ni saborear otra vez. Aprovecha al máximo cada sentido, disfruta de todas las facetas del placer y de la belleza que el mundo te revela. Pero de todos los sentidos –apuntaba en la última línea–, estoy segura de que la vista debe ser el más delicioso”.

sorayda.peguero@gmail.com

 

 

 

 

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