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Osos olímpicos

Armando Montenegro
31 de julio de 2016 - 02:13 a. m.

Algunos países que persiguen el sueño de convertirse en grandes potencias invierten enormes recursos para brillar como sedes de los Juegos Olímpicos y los campeonatos mundiales de fútbol.

Basta recordar los ejemplos de Alemania, 1936, y China, 2008, costosísimos intentos de asombrar al planeta con sus construcciones, estadios y proezas deportivas, que a los ojos de sus promotores debían ser vistos como evidencias de su superioridad racial (Hitler) o de su despegue definitivo hacia el desarrollo económico (China).

Cuando un país busca y consigue, con escasos años de diferencia, como lo hizo Brasil hace un tiempo, la sede de estos dos eventos, se pone de manifiesto la determinación de sus gobernantes de exhibir los resultados que estaban obteniendo en materia de crecimiento económico y de disminución de la pobreza, logros que debían alcanzar, al cabo de un plazo breve, su objetivo de ocupar, con pleno derecho, un lugar en el primer mundo. En el imaginario de miles de millones de televidentes de todo el planeta debían quedar registrados los logros del gigante suramericano.

Así como cuando la proyectada fiesta de un nuevo rico —donde aspiraba a mostrar riquezas, comidas y vestidos sin cuento— se echa a perder a raíz de su súbita quiebra, lo que el mundo verá en Brasil en los próximos días serán las manifestaciones de una profunda crisis, inimaginables hace pocos años. Miles de atletas, periodistas y turistas de todo el mundo percibirán las fisuras y vergüenzas de un coloso en apuros: algunos estadios, dormitorios y obras de infraestructura inconclusos; defectos en la sanidad y los servicios públicos; protestas de numerosos grupos sociales; los signos de una tremenda recesión económica y noticias sobre escándalos de corrupción que han diezmando la dirigencia de casi todos los partidos políticos.

Otros países que fueron sede de los juegos tuvieron más suerte que Brasil. El deterioro de sus estándares de vida se presentó años después de sus olimpiadas. Con los juegos de Moscú de 1980, los soviéticos trataron de mantener la ficción de la vitalidad de un sistema que, en realidad, ya estaba muerto, pero que pudo sobrevivir hasta 1989. Y los juegos de Pekín de 2008, que parecían la coronación del más espectacular período de crecimiento en la historia, se anticiparon al inicio del desinfle progresivo del ritmo de expansión económica.

La idea de que las manifestaciones externas del progreso material, como el estreno de una vivienda suntuosa, aparecen cuando ya la decadencia ha roído la fortuna y el empuje de las familias burguesas fue uno de los temas de Thomas Mann en Los Buddenbruck y, en el caso de los elefantes blancos urbanos, se han popularizado las reflexiones sobre la relación entre la inauguración de los más altos rascacielos del mundo y las recesiones económicas (las del Empire State y la Torre Chrysler en medio de la Gran Depresión de los años 30; la de las Torres Gemelas en la crisis petrolera de 1973; la del Burj Khalifa, hoy el edificio más alto del planeta, en plena crisis mundial).

¿Qué está detrás de esto? Algunos sostienen que hybris (desmesura, exceso de confianza), irracionalidad, fanfarronería, estupidez o todo lo anterior.

Al renunciar a la sede del campeonato mundial de fútbol en 1986, Colombia se libró, en buena hora, de los osos que va a sufrir Brasil en las próximas semanas.

 

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