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Pasar la espina

Javier Ortiz Cassiani
04 de septiembre de 2016 - 02:56 a. m.

Por estos días nos jugamos la vida entre un Sí y un No que se dibujan en titulares de prensa y en conversaciones de pasillos. El país se inunda de una frenética y necesaria esperanza.

Un optimismo por la consecución de la paz. Algunos, también llenos de emoción, miramos con desencanto algunos de los puntos acordados. Esta sospecha por lo que llaman una transformación estructural del campo aparece como aquel malestar conocido por los comedores de pescado, una espina cruzada en la garganta, punzante, molesta, difícil de tragar, imposible de sacar.

La sabiduría popular dice que cuando te atragantas con una espina atravesada no sirve ni toser ni tomar agua ni darse golpes en la espalda. Hay que comer un pedazo de plátano o de yuca. Algo que arrastre el filoso mal. Es la única manera de seguir comiendo, de seguir viviendo. El punto de la Reforma Rural Integral del acuerdo de paz es una maligna espina de pescado para aquellos que claman la posibilidad de paz con justicia social.

Lo acordado no se parece en nada a la Política Agraria Revolucionaria que fue el derrotero de las Farc desde su surgimiento en los años 60 y por los que nos tuvo en un baño de sangre por más de 50 años. Sin embargo, la inquietante espina no está en lo que las Farc cedió en la negociación, sino en el desaliento que produce saber con qué se quedan los campesinos colombianos. No son las condiciones de equidad necesarias para que la paz sea duradera.

Es evidente que el país no se le está entregando a las Farc como dicen los más obtusos. Esa es una idea paranoide sin asidero. De hecho, los acuerdos que hablan de transformación estructural no tienen nada de transformación estructural para los campesinos. La evidencia es que el presidente Juan Manuel Santos ha llamado reforma agraria a la Ley Zidres, la misma ley que con palabras bonitas le dejó una amplio margen para favorecer a grandes empresarios de la agroindustria con tierras que son baldíos de la nación y que en un país con una política rural seria, ante tanta inequidad, deberían destinarse para los campesinos sin tierras.

La retórica de la concertación ha servido de telón para ocultar las intenciones de una política que favorece la acumulación de tierras y que pretende evadir las restricciones legales para la concentración de baldíos. Esa idea de desarrollo del campo colombiano sigue siendo la misma del gobierno Uribe. Un desarrollo pensado única y exclusivamente para los grandes inversionistas. Con métodos menos paramilitares, quizá, pero con la misma fuente de inspiración.

La institucionalidad rural tampoco ha estado a cargo de personajes que representen garantía alguna. Ya sabemos de la costosa factura que le pasaron a Juan Camilo Restrepo por sus pretensiones de que el Ministerio de Agricultura no fuese un instrumento para enriquecer a los mismos de siempre.

Así las cosas, se trata de un acuerdo de paz con una maligna espina de pescado atravesada. Eso hay que saberlo más allá de cualquier romanticismo, como también hay que saber que decirle Sí al plebiscito es la única opción decente porque la guerra siempre es un fracaso. Siempre. Y en Colombia cada nombre de cada muerto así lo ha demostrado.

 

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