“Passing”

Sorayda Peguero Isaac
14 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.

Si en un vaso se mezclan 250 ml de leche y una cucharadita y media de cacao en polvo, resulta una bebida de color intermedio, tostado, un marrón muy suave. De ese color es la piel de Larisa.

Larisa, que tiene la cabellera rizada, larga y abundante, labios gruesos y sonrisa espléndida, creció en San Gregorio de Nigua, en el sur de República Dominicana. Allí tuvo lugar el primer levantamiento de esclavos de América. Un día de 1521, cautivos africanos de la etnia wolof se rebelaron contra el látigo del amo. La trata de esclavos dejó huellas visibles en el municipio y en su gente. Quedan los restos de dos ingenios azucareros, una ermita, las fiestas de palos, los ritos religiosos.

Por el color de su piel —dos o tres tonos más clara que el de la mayoría— y por influencia de su madre, que insistía en la supremacía de su linaje mestizo, Larisa siempre se consideró y actuó como si fuera blanca. En Estados Unidos lo llamaban passing: renunciar a una identidad racial para pasar a otra. Fue una práctica común en los tiempos de la segregación. Ser afroamericano, tener la piel clara y ocultar los orígenes era un salvoconducto, una forma de eludir las prohibiciones de las leyes de Jim Crow, que por más de 80 años limitaron las libertades y los derechos civiles de los negros estadounidenses.

En Cataluña, mientras trabajaba como camarera en un restaurante italiano, Larisa conoció a Ousmane, un pizzero senegalés que la llamaba “hermana”. Tenían compañeros de nacionalidad argentina, rumana, española y venezolana. Pero Ousmane la llamaba “hermana” sólo a ella, como si ambos pertenecieran a una misma congregación religiosa, o como si los hubiera alumbrado la misma madre. Un día Larisa le preguntó por qué el resto de sus compañeros no recibía la misma distinción. “Porque tú y yo somos los únicos negros”, respondió él con una sonrisa.

La palabra negro fue el sonido de un gong que estremeció su consciencia. Ousmane no dijo “somos morenos” o “somos de color”. No trató de ser “educado”, atenuando el golpe con un eufemismo. En la memoria cultural de Larisa, negro era un vocablo discriminatorio: el color menos deseado de la paleta cromática de los prejuicios. Ella había sido “la blanquita” de su barrio, la única que reunía cualidades para ser reina de belleza, participar en un anuncio de televisión y acceder a mejores ventajas sociales. Todas las niñas querían ser como ella. Todos los muchachos la pretendían. “Ni se te ocurra casarte con un negro —le advertía su madre—, yo no quiero nietos prietos”.

Según un estudio de la Universidad de Ciudad del Cabo, en el sur de África una de cada tres mujeres recurre a tratamientos para blanquearse la piel. Es una práctica habitual en países del sur de Asia, África occidental y América. En un informe de la Organización Mundial de la Salud, Estados Unidos, República Dominicana y México son consumidores y productores de cosméticos blanqueadores que perjudican la salud.

Para Larisa, ser tratada como blanca era un privilegio. Un modo de acercarse a un modelo cultural, social y económico que muchos consideran superior. A miles de kilómetros de su país, un senegalés la retaba a mirarse en el espejo de un modo distinto. A explorar, como si fueran lunares nuevos, su gusto por la música de atabales y su apego por los rituales religiosos que practicaban sus abuelas. La desafiaba a reconocer en las líneas de sus manos, oscuras como surcos de tierra, una herencia que podía contradecir, pero que resultaba difícil de ocultar.

sorayda.peguero@gmail.com

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