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Patíbulos

Ana Cristina Restrepo Jiménez
03 de junio de 2016 - 08:19 p. m.

El 30 de diciembre de 1818, Robert Johnston murió en la horca. Al joven de 22 años lo sorprendieron robando en el taller de un fabricante de velas en Edimburgo.

Después de rezar y estrechar la mano de un sacerdote, el condenado subió al patíbulo, le ayudó al verdugo a ajustar la soga en su cuello, ingresó en la penumbra de la capucha negra y sintió la fuerza de la Gravedad última. La multitud exacerbada clamaba justicia. Aplaudía. Cuando todo parecía consumado, alguien notó que las puntas de los pies del bandido rozaban la plataforma de madera: la longitud de la soga impidió que el cuerpo colgara.

La muchedumbre comenzó a arrojarle piedras al cadalso, ubicado al lado de la iglesia. Los vitrales quedaron destruidos. Al cuerpo de Johnston, lapidado y agónico, le retiraron la capucha negra, y la soga del cuello y las muñecas. El gentío enardecido lo arrastró hasta la calle principal.

“¿Ya está muerto?”, preguntaban. “Solo lo sabremos con un puñal”, concluyó alguien. Y procedieron. El torrente de sangre evidenció lo impensable: Johnston continuaba vivo.

La Policía, que parecía dispuesta a salvar al condenado del linchamiento, lo llevó a la estación central. Con esmero, un cirujano curó sus heridas y esperó a que recobrara la fuerza… para regresarlo al patíbulo, escoltado por seis uniformados. Esta vez, los carpinteros y el verdugo se aseguraron de que la soga permitiera que los pies de Johnston quedaran suspendidos.

Cuentan que el ladrón de velas permaneció colgado durante ocho horas antes de que desapareciera su última señal de vida. Johnston pasó a la Historia porque su ahorcamiento es el más prolongado del que se conserve registro.

Oí esta historia por primera vez en la “Caminata de los fantasmas de Edimburgo”, un recorrido a pie por los callejones y bóvedas de esa vieja ciudad europea (“History is a damn good story”, es el gancho para propios y extraños). Luego confronté esa versión con otra, muy parecida, en el Museo de los Cirujanos de la Universidad de Edimburgo; para rematar, me di una pasadita por la Enciclopedia de las ejecuciones escocesas, de Alex F. Young.

En una especie de delirio comparativo, me dediqué a observar las diversas aproximaciones humanas a la norma (sentir que la mítica estatua de Adam Smith, en Edimburgo, trata de hablar con los transeúntes…).

De regreso en casa, un compañero de trabajo me advirtió sobre un video viral de una señora con aspiraciones de verdugo previctoriano, con su propio Johnston a la criolla: condenado y humillado, en el patíbulo de las redes sociales. Una lapidación copiosa en “like” y “RT”.

Esa superioridad (trastabillante) que confiere la academia, intenta convencerme de que soy “distinta” porque no vi el video completo, porque me negué a darle un clic. Y heme aquí: hurgando, a la zaga de otros patíbulos, de otras multitudes, de otros verdugos. En lo mismo.

Los obsesionados con las historias pretéritas (con frecuencia grotescas) incurrimos en una suerte de “like” anacrónico. Al reproducirlas, nos convertimos en “RT”.

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