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Pobre Venezuela

Santiago Montenegro
17 de julio de 2016 - 07:48 p. m.

Sería necio argumentar que la economía de Colombia es perfecta y que no necesita enmiendas importantes: la inflación ha alcanzado unos niveles preocupantes, el déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos sigue siendo alto, la informalidad (medida como los ocupados que no cotizan a la seguridad social) es de un 65 %, y el coeficiente de GINI, que mide la distribución del ingreso, está por encima de 0,50, indicando que tenemos una de las inequidades más altas del mundo.

Todo esto es cierto, pero a pesar de estos y otros problemas, en Colombia hemos logrado reducir la pobreza y la indigencia a niveles históricamente bajos. En particular, hemos logrado que la gran mayoría de las familias accedan a una dieta diaria con un contenido calórico y proteínico adecuado. Este es un logro importante porque se ha obtenido en medio de un conflicto armado que elevó la inseguridad en el campo. Además, se consolidó una oferta de alimentos pese a la expansión de los cultivos ilícitos, el narcotráfico y la minería ilegal, que no solo estimulan y posibilitan un contrabando muy elevado de alimentos, sino también desplazan mano de obra que estaba antes disponible para la producción de alimentos, como el café o el algodón.

Todas estas consideraciones vienen a la mente cuando vemos, en los noticieros de la televisión y en las fotografías de los periódicos, las interminables colas de personas y las estanterías vacías de los supermercados y farmacias de Venezuela. Es increíble constatar cómo un régimen, que no enfrenta muchas de las dificultades que nosotros sí tenemos, es incapaz de proveer leche, harina, aceite, papel higiénico y muchos otros productos y servicios elementales a su gente.

Hay algo, entonces, muy hondo y estructural que explica la diferencia en el comportamiento de las dos economías, que además hacen parte de sociedades muy parecidas en su historia, idioma, religión y cultura.

Mientras en Venezuela el régimen considera que el Estado debe controlar la producción y distribución de los productos y servicios, en Colombia todavía pensamos que el sector privado y la economía de mercado son más eficientes para asignar los recursos productivos. Mientras en Venezuela son los burócratas y coroneles quienes toman ahora las decisiones de producir y vender, en Colombia tenemos más de un millón de empresas y comercios, la inmensa mayoría pequeñas y medianas empresas, cuyos dueños en forma autónoma y sin injerencia de nadie deciden qué insumos comprar, a quién emplear y qué producir. Mientras el régimen de Venezuela cree que todo debe estar en el Estado, en Colombia creemos en una economía mixta.

Pero, quizá, la diferencia crucial radica en el hecho de que en Colombia aún creemos que una economía funciona mejor cuando, en los sectores transables, las decisiones de producir y distribuir las toman personas que arriesgan su patrimonio y velan por su adecuada retribución en mercados libres y competitivos.

Aunque muchas veces los pueden guiar la mejor de las intenciones, los burócratas y coroneles jamás podrán ser más eficientes que los pequeños comerciantes, panaderos, sastres, albañiles, productores agrícolas, y miles de empresarios más, quienes saben mejor que nadie las decisiones que deben tomar.

El mercado no es perfecto, pero ayuda a tomar mejores decisiones que las de burócratas y coroneles. La prueba está allí, en las colas de los supermercados de Venezuela y ahora en las calles de Cúcuta.

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