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Por los caminos

Ana María Cano Posada
18 de diciembre de 2015 - 12:20 a. m.

Otro es el país que se abre cuando se sale de la guerra del tráfico en la ciudad y de los afanes que parecen definitivos y son inútiles, para recorrer este inmenso territorio colombiano que se amplía en una disparidad de relieves, climas, colores y se despliega en la posibilidad inabarcable que tiene.

Es un privilegio que no debía serlo, esto de poder llegar a conocer yo lugares insospechados por millones de coterráneos colombianos que no tienen cómo descubrir las entrañas del territorio ni de las culturas que nos tocaron en suerte. Cimas, cañones, ríos, mesetas, picos, peñascos, bosques, cultivos, nacimientos de agua, árboles, flores, animales, todo esto que los niños de escuelas y colegios locales tampoco aprenden en libros ni en excursiones ni dibujándolos, porque sus imágenes son la uniformidad que los aparatos de comunicación les dan. A estos abismos y descampados, a estas extensiones de colores, a estos enigmas por descubrir, acceden apenas los aplicados científicos que en Colombia hacen su tarea silenciosa para que quede inventariada tanta riqueza innombrable que nos pertenece a todos, tanto como el paisaje gratuito que se despeja en cada curva del camino.

Estos hallazgos geográficos están reservados en este país como un tesoro colectivo. Mientras los humanos damos tumbos en la historia, afirmamos y negamos, escribimos y borramos, la naturaleza todo lo registra, suma todo lo que pasa, incluso devastaciones y cataclismos, que ella se encarga de asimilar y transformar, sin desperdicio alguno.

Ocurre en la Sierra Nevada del Cocuy que se alza sobre Boyacá, Santander, Arauca y Casanare, como una cresta de silencio y viento, por encima del tiempo que pasa día por día. La huella de los glaciares que años atrás bajaban por las laderas hasta tocarse con los ríos que el sol forma al derretirlos, ahora se remangan y concentran en lo alto para que el frío, el viento y el silencio impongan la dosis de eternidad en esta inmensidad escarpada.

Al sur, al puro comienzo de donde se anudan los Andes, en el macizo donde se concentra la entraña montañosa y las aguas que brotan, al origen del río Magdalena donde su estrecho no alcanza ni los dos metros de ancho, pero ya truena como si anticipara lo que recorrerá hasta el mar, es un enclave que alberga la correspondencia enviada desde el pasado por los que habitaron aquí. San Agustín y San José de Itsnos guardan seres descomunales y ceremoniosos que vigilan las señales del inicio de la civilización que surgió del agua y fue abriéndose paso por la tierra hacia el cosmos. Estas mesetas y explanadas están guardadas con solidez por estatuas de quienes marcaron un rumbo. Un espacio que permanece como constancia.

Si fuéramos capaces de restablecer un sentido común de nación, este paisaje del pasado sería el lugar para sellarlo.

Al oriente del desorientado mapa que abarcamos, recostado sobre la cordillera Oriental, al pie de un pueblo conservado en su simetría patrimonial, Playa de Belén, Norte de Santander, están Los Estoraques. Es un laberinto de formaciones geológicas creadas por el tiempo, el viento y la lluvia. Figuras inusitadas, relieves que nadie puede tallar así, conformados por areniscas, minerales y una vegetación profusa en una convivencia milenaria. Atribuyen los pobladores su nombre a una especie botánica llamada estoraque de la que no queda vestigio.

Es este otro país inmenso, el que ignora por completo el trajín del afán de cada día, el que tendría que ser el marco para esta perspectiva de cambiar el rumbo que está ahora sobre la mesa.

@anacanoposada

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