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Proceso de paz: política, no metafísica

Luis Fernando Medina
19 de noviembre de 2015 - 02:35 a. m.

Mientras más se acerca el postconflicto, más revive una vieja pregunta: ¿se justificaba la insurgencia?

No debe sorprender que la inmensa mayoría de los formadores de opinión diga que no. Pero más que la respuesta, es curiosa la forma de llegar a ella.

 

Según el argumento más común, Colombia ha sido durante casi todo el siglo XX una democracia. A pesar de sus imperfecciones, esa democracia ha mantenido siempre abiertas las vías pacíficas. De hecho, el país ha llegado incluso a redactar una nueva constitución, sin necesidad de una revolución armada. Así las cosas, era injustificable empuñar las armas contra el Estado.

 

Este argumento tiene adeptos en todo el espectro político, no solo en la derecha. Lo suscriben liberales progresistas como Hernando Gómez Buendía, sectores del Polo Democrático, especialmente aquellos procedentes del MOIR, estudiosos independientes como (tengo la impresión) Gustavo Duncan.

 

Pero no me termina de convencer. Ninguna democracia del mundo, mucho menos una democracia con tantos defectos como la colombiana, deja abiertas las puertas de par en par a cualquier proyecto político. Incluso en las democracias más avanzadas existen límites a la libertad de organización política, justificados o no, tales como la prohibición contra el nazismo en Alemania.

 

En días pasados Timochenko afirmó en una entrevista que para él el momento decisivo en su radicalización fue el golpe de estado a Allende en Chile en 1973. Ese fue el momento que lo convenció de que a un proyecto de izquierda nunca se le permitiría llegar al poder. ¿Tenía razón? Imposible saberlo. Pero tenemos elementos de juicio para llegar a algunas conclusiones tentativas: la Unión Patriótica fue aniquilada, ya durante los años 70, en especial tras un paro cívico tumultuoso el gobierno colombiano mantuvo un durísimo estado de excepción, con torturas y todo, para no hablar de que antes había echado mano del fraude electoral. Eso no es evidencia concluyente pero sí nos da un indicio. Aún hoy, en pleno 2015, hay sectores de la derecha que no aceptarían un (hipotético y muy improbable) triunfo electoral de las FARC. Por ejemplo, Plinio Apuleyo Mendoza ha repetido en más de una ocasión que, en su opinión, el defecto principal del proceso de paz es que le permite a las FARC obtener espacio político. Se trata de sectores más bien minoritarios, aunque influyentes. Pero, si eso es hoy en día ¿alguien cree que en los años 70s y 80s los poderes fácticos colombianos iban a recibir plácidamente un triunfo electoral de la izquierda?

 

Da la impresión de que el reconocer esa verdad sobre la democracia colombiana, por desagradable que pueda parecer, a muchos les generaría una especie de vértigo filosófico, como si súbitamente se quedaran sin un punto de apoyo desde el cual condenar la violencia. Si la democracia colombiana era un sistema político cerrado, parecieran creer, ¿tendríamos entonces que aceptar que las FARC estaban justificadas en su rebelión?

 

Creo tener el antídoto contra ese vértigo: una dosis de pragmatismo, en el sentido también filosófico del término. Para el pragmatismo, esa vertiente que incluye desde William James hasta Richard Rorty, no necesitamos tal punto de apoyo; la realidad misma nos da todo lo que necesitamos.

 

Yo creo que el alzamiento armado de las Farc fue un error histórico terrible, que dio origen a muchísimos crímenes, cometidos por todas las facciones incluidas, por supuesto, las mismas FARC. Lo dicen los resultados, sin necesidad de ninguna teoría sobre la “guerra justa”. Creo que el principal argumento en contra de la violencia política es que casi siempre fracasa. No siempre. Como pragmático, no soy un fundamentalista del pacifismo. Estoy casi seguro de que sin la insurrección armada del Fmln, el sistema político salvadoreño nunca se habría abierto como lo hizo. Hoy día, sin ir más lejos, la violencia organizada del pueblo kurdo ha obtenido importantes logros en contra del abominable Estado Islámico. En cambio en Colombia la violencia fracasó como método de acción política y, más aún, desde hace muchos años era claro que iba a fracasar. Lamentablemente, dada la realidad social y política del país, era más fácil darse cuenta de esto en Bogotá que en el cañón de Las Hermosas.

 

Estas disquisiciones filosóficas afectan nuestra visión del post-conflicto. Si nos empeñamos en ver el conflicto colombiano a la luz de la teoría de la “guerra justa” insistiremos en que la paz debe ser una forma de incorporar a las FARC al orden existente. Si, por el contrario, le ponemos una dosis de pragmatismo, la paz es para sacarnos del fracaso de la guerra actual. Es decir, la paz debe abrir el sistema político colombiano más de lo que ya lo está, de modo que quepan allí los descontentos de la periferia agraria a donde hemos exiliado las consecuencias de nuestro modelo económico. Para eso habrá que cambiar aspectos de dicho modelo y de las reglas del juego político como ya se ha plasmado en los acuerdos a los que se ha llegado en La Habana. Con el método que funcione. Por ejemplo, yo creo que las Farc están equivocadas en su insistencia en una constituyente. Pero no porque la Constitución del 91, a la que admiro y defiendo, sea un texto sagrado sino simplemente porque parece un mecanismo engorroso, riesgoso y desproporcionado.

 

Del mismo modo, los acuerdos de La Habana están dando muestras de pragmatismo en cuestiones de justicia transicional. Por supuesto que cada parte quiere impunidad para sus crímenes. Pero, por eso mismo, al parecer se está creando un sistema en el que cada parte tenga incentivos para limitar al máximo la impunidad de la otra. No es un sistema perfecto, pero parece ser el mejor posible. Deja de lado el asunto estéril de si la rebelión era en sí misma una “guerra justa” o no, y pasa al problema de cómo castigar lo más posible los peores crímenes.

 

Como diría John Rawls, otro filósofo con visos de pragmatista, una sociedad justa es fruto de la política y no de la metafísica.

 

 

 

 

 

 

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