Reír por no llorar

Beatriz Vanegas Athías
26 de abril de 2016 - 02:33 a. m.

La indecible dosis de desesperación y angustia con la que carga el colombiano medio, da cuenta de su impotente lucha contra la estupidez humana.

Vive en un país en el que muy pocas cosas funcionan con claridad y coherencia. No es sino echar un vistazo a la noticia del momento: un personaje como el youtuber chileno Germán Garmendia presentándose en un espacio donde supuestamente la banalidad actúa en su mínima expresión, es decir, una Feria del Libro. Pero ahí estaba “Chupa el perro”, una mezcla entre libro y revista opacando a una constelación de banalidades reunidas en Corferias. Todo el evento magnificado por los medios (y ahora por esta columna) es una broma y es también un sacudón y una advertencia sobre la soledad y el desamparo en que se encuentran los adolescentes y padres colombianos.

La broma surge como una salida, como una catarsis ante la avasallante tragedia cotidiana. Creo que los colombianos hemos sobrevivido a lo indecible, justamente porque ante la amargura y el pesimismo tenemos reservas de humor que nos dopan por temporadas. Hace tiempo, amigos de Barranquilla y de Córdoba, en el Caribe colombiano, padecen del paupérrimo servicio de Electricaribe. No ha habido gobierno local, regional o nacional que ponga fin a los abusos que esta empresa comete con los habitantes de esa región. Extenuados y sin esperanza, acaban de crear un chiste en el que la paradoja alcanza una belleza delirante, pero aliviadora, hablo de El primer Festival de la Vela y el Mechón. En ese Festival hay unas pruebas por realizar: El que mate más mosquitos; el foco de mano que alumbre más lejos; el que agarre más ladrones; el que menos se tropiece; el abanico de mano que más aire suelte; el que más duerma. Sin duda, invita y patrocina: Electricaribe.

La tragedia de la avanzada guerrillera y paramilitar que tomó por sorpresa a pueblerinos y campesinos que vivían sin grandes comodidades, pero con algunas certezas: un huerto, unas hectáreas de tierra, una casa, una escuela y colegio para educar a los hijos que quisieran educarse, ha sido recreada en casi todas las regiones de Colombia para disfrutar la risa amarga y trágica que salva. Me cuenta una amiga de Ábrego, en Norte de Santander, una historia que se difundió y ahora es patrimonio de la oralidad que encarna la estupidez de la guerra.

En esas tierras se habla de un tal Cocota, habitante de la vereda El Hoyo que vendía boletas en el parque del municipio de Ábrego. En una ocasión, hace mucho tiempo, hace como 12 o 15 años cuando eso estaba muy feo por allá. Cuenta mi amiga, que cuenta Cocota: “El que salía después de la diez de la noche lo iban jodiendo, pelando enseguida. Yo estaba en Ábrego vendiendo las boletas cuando me llamaron de El Hoyo, de la vereda mía, que me fuera pa’ allá, que mamá estaba lo más de mala. No puedo, porque son las diez, me pelan. Que te vengás Cocota. Y yo, bueno”. Cuando el vendedor iba llegando a El Hoyo lo aguardaba el retén al que él temía. Entonces Cocota pensó: “Hasta aquí llegó Cocota”. Al verlo los dueños del retén inician el interrogatorio:

— ¿Cómo se llama usted?

– Me llamaba, respondí, yo me declaraba muerto.

– ¿Para dónde va?

— Iba, respondí temblando.

– ¿Usted tiene cédula?

–Tenía cédula, yo dije hasta aquí llegó Cocota.

— ¿Usted tiene hermano?

–Tenía hermano, yo me declaraba muerto.

Cocota sacó sus últimas reservas de valor y decidió preguntar al uniformado quiénes eran ellos. A lo cual respondieron: “Somos las Auc de Colombia”. Entonces el vendedor de boletas respiró aliviado y sonriendo dijo: “Gracias a Dios que son ustedes, yo creía que eran los malparidos paracos”.

 

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