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Reporteros en la boca del lobo

Yolanda Ruiz
26 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.

¿Qué sería de una democracia sin los reporteros que se meten en la boca del lobo? Sin esos hombres y mujeres, muchos anónimos, unos cuantos reconocidos, que con grabadora o cámara en mano se adentran en nuestras selvas, bosques y montañas para buscar las verdades que tantos quieren ocultar.

Uno de los pilares esenciales de una sociedad que se dice libre es precisamente que los reporteros puedan hacer su trabajo sin cortapisas. Que puedan llegar a todos los lugares en donde se cocinan las historias —muchas de ellas atroces o peligrosas— es fundamental, no para ellos, sino para una sociedad que los necesita para no estar ciega.

Los reporteros no saben a dónde los llevará el día, comen cuando se puede, viven con el morral listo, se mueven en aviones, chalupas, helicópteros o a caballo para llegar a sus destinos y poder contar lo que pasa. Los reporteros dejan a sus familias, dejan su casa, para dormir en chinchorros, en hoteles sin estrellas, en alojamientos de paso o en carpas... Viven al borde del abismo, siempre en los extremos, por fuera de horarios y todo para contar en dos minutos, en una imagen o un par de cuartillas una historia que costó horas o días conseguir; una historia que costó sangre, sudor y lágrimas. A ellos homenaje total, gratitud inmensa.

¿Qué sería de una democracia sin sus reporteros? En Colombia su trabajo suele ser sinónimo de peligro, amenaza, secuestro y muerte. La lista de los que se han jugado el pellejo persiguiendo una historia es larga porque todos los violentos y corruptos temen a la verdad que los condena. Por eso los reporteros siempre están en la mira de los extremistas, los de derecha y los de izquierda, los fundamentalistas religiosos y los delincuentes de todas las calañas que se ven amenazados cuando la luz de una cámara se enciende, cuando una imagen los capta en sus fechorías, cuando un reportero-testigo de los hechos, los pone en la mira de la historia.

Intentar frenar la labor de un reportero es denominador común de los canallas. Violentar sus equipos, frenar su paso, negar el acceso, es evidencia de que algo oculto se debe publicar. Cuando alguien se incomoda por la presencia de un reportero es porque algo quiere esconder y es cuando más se requiere de ese trabajo de riesgo.

Escribo estas líneas mientras esperamos noticias de Salud Hernández y cuando está en marcha el protocolo para la liberación de Diego D’Pablos y Carlos Melo, reporteros que estaban cumpliendo con su labor en territorio caliente. El debate no es, como algunos se han atrevido a insinuar, si debieron o no estar allá porque este oficio es precisamente estar en donde pasan los hechos para buscar la verdad. Salud buscaba historias de la gente, como ha hecho tantas veces, desafiando con coraje los territorios tomados por los violentos. Diego y Carlos fueron secuestrados cuando iban tras los pasos de Salud cuando se habló de su desaparición porque era también una historia que debía ser contada.

Todos haciendo su trabajo, una labor protegida por la Constitución, pero a la que tantos temen. Confiando en que al momento de publicar esta columna ya todos estén de regreso, rindo homenaje a los que se juegan la vida para que los demás nos informemos y condeno cualquier intento por acallar su trabajo. Si queremos vivir en democracia, no podemos permitir secuestros de reporteros, ni robo de material periodístico, ni amenazas.

A los reporteros les toca a veces meterse en la boca del lobo, contarle los dientes, sentir su aliento, percibir el miedo, para poder contarnos lo que pasa a los otros, a los que vemos la historia desde las pantallas y la escuchamos desde los micrófonos. Gracias a ellos por ser nuestros ojos, nuestros oídos, gracias por desafiar a los que no quieren que se sepan las verdades.

 

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