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Sonsonete gustador

Tatiana Acevedo Guerrero
05 de junio de 2016 - 02:00 a. m.

“¿Cómo ponerle fin a la ilegalidad, a la cultura de la violencia y al abandono del Estado en el Catatumbo? (o el Urabá, o el Huila, o el Cauca, o la Guajira)”: esta pregunta, sembrada de afirmaciones fuertes, se repite cada ocho días en los textos de conocedores y líderes de opinión. Con el propósito noble de la paz y en el contexto de las negociaciones, se emiten tres diagnósticos con certeza y metáforas.

El primero, sobre ausencia estatal en espacios inexplorados precisos (que son de guerra) presume divisiones tajantes entre zonas rurales y ciudades. “Un país que más parecen países, en plural, de tan fragmentado, roto, descompuesto, pero sobre todo, de tan desconocido para casi todos quienes vivimos en zonas urbanas”, explica una columna. Tras el secuestro de Salud Hernández, ella misma y otros muchos usaron la misma descripción (“Salud ha vuelto a recordarnos que el país tiene territorios sin presencia del Estado donde el Gobierno no tiene el menor control”).

El segundo diagnóstico plantea un clima de intolerancia y pelea perpetua e interpersonal. “La noción de ser un país irremediablemente violento está presente en cada gesto”, sintetiza un escrito. Este veredicto se repite en sus variantes: “sociedad resbaladiza acostumbrada a la violencia”, “fracaso de una nación decretado por la historia”, “agresividad por naturaleza”. Y, usualmente, se acompaña con vaticinios sobre el futuro patrio: “ser quienes somos nos impide dar un paso hacia la paz”.

El tercero presume el vacío estatal y la mentada cultura violenta para decretar indolencia e indiferencia. Tal y como resume este fragmento de una columna muy leída: “incluso la Vuelta a Colombia –que se inventó en 1951 para crear la ilusión de que había Estado en todas partes, pero lo cierto es que nadie puede darla sin una tropa al lado– es prueba de que compartimos una escalofriante capacidad de vivir como si nada”.

Todos estos diagnósticos son sonsonetes convincentes, pues se han ido acomodando dentro de nuestras explicaciones diarias y sentidos comunes. Una, dos y tres, son explicaciones solemnes y taquilleras (¿taquilleras por lo solemnes?). Sin embargo, todas introducen varias perezas e injusticias. Bajo el paraguas de la ausencia de instituciones y la naturaleza violenta, se minimizan responsabilidades de gobiernos puntuales y se pasa por alto la sucesión histórica de iniciativas, proyectos y batallones estatales en las regiones respectivas. La improvisación y mediocridad en infraestructuras e iniciativas son selectivas y no son exclusivas del campo, sino que agarran pedacitos rurales y urbanos. La represión estatal les concierne a ciertas comunidades y no a todas (así compartan espacios). Hay quien decide hasta donde va una vía, hasta cuanto llega una inversión, dónde y cómo se hace una vivienda.

La muletilla de la ausencia estatal y la indiferencia general enmascara tantas historias. Basta una revisión despaciosa de algunos de los momentos de protesta recogidos a través de los años por el fotógrafo Jesús Abad Colorado (muchas de ellas en internet) para hacerle frente a cuanto mito fundacional. La enorme cantidad de marchas, bloqueos, pancartas y plantones, protagonizados por las comunidades asediadas por grupos armados ilegales o estatales, son sólo un punto de partida.

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