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Tania Bruguera, presidenta

Carlos Granés
28 de octubre de 2016 - 02:13 a. m.

Hay cierto malestar no verbalizado en el mundo de la cultura. Se percibe cuando una ambiciosa novela política es apenas reseñada o —premio de consolación— vende bien sin llegar a generar el debate moral o sociológico al que aspiraba.

Se intuye también cuando el arte más crítico, el que denuncia las grandes tragedias del planeta, se convierte en mercancía para coleccionistas multimillonarios, reclamo turístico de bienales y ferias, o una simple manera de impulsar una carrera en un mundillo proclive a premiar el narcisismo individual cuando se camufla detrás de problemas colectivos. A pesar de que los campos de la literatura y del arte aún aspiran a ser críticos, agitadores y hasta revolucionarios, los lectores y espectadores que los frecuentan parecen poco dispuestos a convertir sus productos en tema de debate público.

En Colombia, como en casi todos los países occidentales, los suplementos literarios pasan hambre, las reseñas literarias se convierten en negocio de compañías especializadas (en simple publicidad, por tanto) y los museos se centran cada vez más en las exposiciones temporales, grandes blockbusters con carnadas irresistibles (léase: nombres famosos) para atiborrar sus salas de curiosos que van en busca de una selfie con un cuadro reconocido. El arte y la literatura, convertidas en mercancías culturales o actividades de ocio ligadas al turismo, pierden el aura que tuvieron cuando la censura, la represión o el moralismo ceñudo convertía a las creaciones artísticas en algo mucho más valioso que una simple mercancía. En ese entonces las manifestaciones culturales eran un acto de libertad, de expresión, de experimentación y de desplante hacia los poderes que veían con recelo los deseos y las individualidades. Pero con la liberalización de las costumbres y el polimorfo capitalismo, capaz de convertir cada vicio en una industria del entretenimiento, las censuras han ido cayendo una a una. Hoy todo está permitido. Cualquier cosa que se haga, por rupturista que sea, será asimilado por los medios sin hacerle cosquillas a ningún poder.

Algo muy distinto ocurre en lugares como Cuba, Siria, Turquía, China o Rusia. Allí la expresión artística se enfrenta a poderes muy concretos, que se manifiestan de manera tangible y con todo su poder represor para evitar cualquier exabrupto de la individualidad. Un ejemplo reciente lo ofrece Tania Bruguera. Pocos días después de que Doris Salcedo produjera Sumando Ausencias, esta artista cubana realizó un video muy corto y sencillo, en realidad una performance, con el que vuelve a enfrentarse a la dictadura castrista. Animando a que la imitaran, Bruguera anunció su candidatura a la presidencia de Cuba para el 2018, año en el que supuestamente Raúl Castro dejará el poder. Esto, que sería una trivialidad en cualquier otro país, en Cuba, donde rige un sistema de partido único, es una incitación a hacer plausible lo que por el momento es imposible. El poder del arte no radica en que se anticipe a los acontecimientos, sino en que imagina y hace concebibles nuevos futuros y nuevos estilos de vida. Con este pequeño acto, Bruguera inocula en la imaginación de los cubanos la posibilidad de una apertura en el sistema. De triunfar, sus performances seguramente se desactivarían. Pero habría valido la pena: ¡Tania presidenta!

 

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