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Tedio contra polarización y polarizadores

Arturo Guerrero
30 de octubre de 2015 - 02:44 a. m.

El fracaso electoral del uribismo y de la izquierda están que gritan por interpretación. Son los dos grandes discursos ideológicos, los que atizan a favor de modelos gruesos de sociedad, los que rivalizan a muerte uno contra otro.

Está visto que los partidos de antaño y las más recientes agrupaciones del oportunismo compiten por pedazos de poder, botín y posicionamiento hacia presidencias futuras y caudillismos hereditarios. Medran a mordiscos en busca de más y más tajadas.

Sus planteamientos de largo plazo, sus sueños, son entelequias decimonónicas, trapos rojos, júbilos inmortales enmohecidos en naftalina. Por eso se juntan entre ellos mismos, se alían con el diablo encarcelado, con tal de cantar migajas de triunfo.

El uribismo les arrebató las banderas ensangrentadas y sacó filo a los machetes con que han sido diestros. Propuso un país anclado en la Edad Media, despejó los campos para monocultivos de dineros ardientes, sopló el incendio del miedo a la serpiente solitaria de ‘la Far’ cuya cabeza ha de aplastarse para llegar al cielo.

Como hábil simplificador, construyó el fantasma del castrochavismo, encarnación del mal universal bajo cuya sábana blanca se arropan los que se aparten un milímetro del credo de la seguridad democrática. De este modo quedó configurado el polo híspido de la extrema derecha.

Desde finales del siglo XX, la capital del país fue campeona del voto de opinión. Eligió primero alcaldes independientes que les otorgaron a sus habitantes sentido de pertenencia. Luego entregó por 12 años el mandato a la izquierda. Así, no le fue bien en Bogotá a la caverna.

¡Ay de mí! La izquierda defraudó. Mostró colmillos similares a los de sospechosos de siempre, practicó despotismo idéntico, robó, naufragó en los charcos por donde a diario transita el pueblo, prolongó subsidios que no confieren dignidad ni independencia.

En el fondo, dio razón histórica al uribismo sobre la acusación de castrochavismo. Es como si esta izquierda no hubiera castigado sus lazos originarios con el comunismo internacional, como si negara la caída del Muro de Berlín, como si la Guerra Fría constituyera todavía la sustancia de sus neuronas.

Unos y otros, uribistas e izquierda, espolearon la polarización. Desde sus orillas espinosas clamaron por la aniquilación del contrario. Los primeros, inspirados desde nacimiento por los humos de la Inquisición y las pilas de calaveras de la batalla de Palonegro.

La izquierda, molecularmente anudada a la fe de la resolución violenta de las contradicciones antagónicas de clase. Y a la obstinación de transformar el mundo —no una ciudad, una calle, la conciencia ciudadana—, mediante una dictadura pobre.

Pues bien, en las elecciones recientes la gente mostró su tedio contra la polarización y los polarizadores. Los dejó solos, arrojándose sus detritos como enemigos que de tanto pelear se parecen tanto.

La ciudad y el país quisieron aspirar otros aires. Tal vez esperanzados en que se firmará la paz de La Habana y en que, cuando eso pase, Colombia será una admiración.

 

arturoguerreror@gmail.com

 

 

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