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Tinta en su tumba, profesor Eco

Julio César Londoño
04 de marzo de 2016 - 08:16 p. m.

Se fue Umberto Eco. Se lo llevó un cáncer.

Luego de estudiar todos los símbolos, desde la cábala hasta las historietas, y de fatigar todos los temas, desde el tomismo hasta la moda, ahora descifrará la muerte. Hay cierta simetría poética en el hecho de que un hombre enloquecido por los signos muera a causa de esa demencia celular que es el cáncer.

Se despidió del mundo con “Número zero”, una parodia sobre la crisis del periodismo donde consignó su poética del oficio y sus reproches a la industria de la información. Había pensado hacerlo en clave de ensayo, pero el diablo, que es puerco y habla como editor, le susurró: “Novela, Umberto… novela”. Eco pisó la cáscara y el libro fue un fracaso. Nadie resiste hoy sátiras de 200 páginas.

Sus columnas las reproducían 47 diarios del mundo en 14 lenguas y en todas eran inteligentes, informadas y rezongonas. Como todos los intelectuales de la historia, desde Platón hasta Adorno y Vargas Llosa, Eco encontraba idiota el mundo y temía que la humanidad naufragara en cualquier momento el mar de lentejuelas de la frivolidad. Lo irritaba que cualquiera pudiera manifestarse en las redes sociales, un derecho que debía limitarse a un comité de siete sabios presidido por él. Es comprensible. Nadie es Umberto Eco impunemente. Es imposible serlo y no confundirse con el universo, o al menos con la Teoría del Todo.

Fue el oráculo máximo de la semiótica, esa matemática del verbo, ese metalenguaje que informa a todas las ciencias y descifra el signo y su connotación (los accidentes sociales y lingüísticos que lo modifican), interpretando de paso el conocimiento último, la esencia de la cosa, desde la onomasiología y la semasiología hasta la pragmática y la sintaxis de los elementos indexéticos, icónicos y simbólicos. O algo así.

Los críticos creen que “El nombre de la rosa” lo salvará del olvido. Y de la semiótica. Es probable. En esas páginas entramos por primera vez al scriptorium medieval, ese recinto helado donde los escribas utilizaban plumas de cisne para las altas y de cuervo para las minúsculas, y caldeaban con mecheros la tinta de carbón y sulfatos mientras los dibujantes historiaban las capitales con pan de oro, yema de huevo y lapislázuli de Afganistán, y un bibliotecario celoso sellaba con venenos sutiles el canto de las páginas del maléfico libro de la Comedia de Aristóteles.

Pero su consentido fue siempre “La búsqueda de la lengua perfecta”. El libro gira en torno a un mito famoso: la lengua de Adán era exacta. No había distancia alguna entre la palabra y la cosa. Esta lengua se perdió en la confusión de la Torre de Babel; y toda la historia posterior y las lenguas y los inventos posteriores (la cábala, el arte combinatoria de Ramón Llull, el idioma analítico de John Wilkins, la lógica matemática de Bertrand Russell, la pansemiótica, los lenguajes de máquinas) son nostálgicos intentos de recuperar la exactitud perdida de la lengua adánica. Esta es la locura genérica de la especie… y fue también la locura personal del profesor Eco.

Pero no todo ha sido en vano. Del espíritu de esta búsqueda hay productos tan sorpresivos como las taxonomías de los naturalistas, las agudezas de las ciencias cognitivas, la precisión de los lenguajes lógicos y los delirios de la inteligencia artificial.

Monje ateo, Eco incurrió en precisiones de tintes heréticos. Dice, por ejemplo, que antes de Babel (Génesis 11) las Escrituras ya hablan de “prosapias, lenguas y linajes” en Génesis, 10, 5. No contento con esta impertinencia, hace chistecillos contra el Espíritu. Potencia de escaso humor, Jehová se vengó condenándolo a hablar una lengua oscura y a nadar en oro, el estiércol del demonio.

Tinta en su tumba, profesor.

 

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