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Tiranos, palabras y cuchillos

Juan David Ochoa
29 de octubre de 2016 - 04:39 a. m.

Desde que los paladines sagrados del coronel Chávez igualaron el tufo y el rugido de los ultras de la derecha delincuencial, sus enemigos atávicos, condenaron su futuro al mismo final, hicieron de su progreso el mismo círculo del suicidio, la misma espada de Damocles sobre sus lenguas de fuego.

Y ya es predecible el pensamiento del lector que justifica los excesos políticos argumentando la defensa de un movimiento social cuando alcanza los púlpitos del poder: que debe defenderlo a muerte porque el establecimiento los derrumbará sin miedo, piensa. Que deben sostenerse con todos los recursos y con la misma intensidad de sus adversarios. Y Allí se conjugan siempre los dos discursos de las dos orillas con el único punto en común: el desconocimiento de ese término que tanto explotaron en sus años mozos de solemnidad y romanticismo: la democracia.

No voy a detener esta columna en lo consabido y obvio de la incoherencia de un movimiento al desconocer el único soporte medianamente decente que la humanidad inventó para acercarse a la pretensión de sus virtudes sobre el reino animal. Quien defiende una postura autoritaria contra las leyes debe sospechar de la ridiculez  de sus reclamos contra los mismos excesos de sus enemigos. Sería mejor enfocar la atención en lo que hace tan caricaturesco y peligroso a un viejo estudiante idealista que ensalzó hasta los ronquidos la dignidad de los humillados, de repente convertido en soberbio defensor a muerte de ese ideal contra la misma humanidad, contra sus mismas divisiones, y lo que hace tan venenoso y salvaje a un pequeño burgués, heredero de los discursos de conservación de la casta, de repente convertido en un sostenedor rabioso de la tradición contra todo lo que huela a pueblo, aunque manche su abolengo de sangre.

Los dos tienen de nuevo un punto en común: creen demasiado en sus palabras. Aceptan fácilmente la orden de los términos y los conceptos. Adoran hasta la enfermedad los ideales, sustentados todos en los vacíos naturales de un lenguaje ficticio. No dudan de la abstracciones a las que se entregan con tanta intensidad, no titubean nunca, no sospechan jamás, no se atreven a sugerir un solo momento si lo real de repente no es tan uniforme y tan claro como lo enuncian las palabras impulsivas. Cuando pronuncian la palabra Democracia la entonan con el fervor de un lenguaje sagrado, y la conciben perfecta, pero  inclinada y exclusiva en sus caprichos y contra toda reparo o reniego de los indóciles a quienes llaman progresivamente “ los insurrectos”.

En esa trampa tonta y trascendental cayeron todos los déspotas del mundo. Robespierre defendió la igualdad y la fraternidad con un moralismo incorruptible hasta cortarle el cuello a media Francia cuando la revolución se impuso, para que todas las cabezas quedaran iguales y la fraternidad fuera tan pura como su sonido en los oídos, aunque su cabeza rodara también en la misma pila de los decapitados por traición a la sacralidad del concepto. Lo hizo Fidel y su revolución necesaria hasta ajustar las acciones a la medida paradisiaca del comunismo, aunque las cárceles fueran la medida práctica más exacta de la cercanía de los hombres. Y lo hizo Mao y su pasión por una cultura perfecta, aunque la ambigüedad humana quedara descartada con todos sus despojos de carne, y lo hizo Mussolini y su absolutismo estatal, aunque quedara también él colgado boca abajo y escupido en una plaza de Lombardía por la perfecta alineación de sus borregos contra sus axiomas, y Napoleón y su imperio total sobre todas las fronteras, aunque quedara condenado a una isla en el fin del mundo  por el estallido de la compresión de la tierra.

Maduro caerá también en el punto del fósforo de un Estado que traicionó su ambigüedad natural por creer en las palabras puras, en la igualdad irreductible, en la felicidad sin tregua de una equidad celestial. Por exceso de confianza y de solemnidad deberá heredarle el poder a otra fuerza que entra creyendo exactamente lo mismo: que la pureza que nunca debió traicionarse era la tradición del abolengo, que el Establecimiento comanda desde el paraíso con sus inamovibles financieros sin margen de error, y que el vulgo no puede comandar desde Miraflores con su jerga  de monte, porque el poder es para los instruidos en las facultades que son: esas otras ficciones.

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