Un chiste simpaticón

Francisco Gutiérrez Sanín
28 de octubre de 2016 - 02:08 a. m.

¿Sabe el lector quién ganará las elecciones presidenciales de 2018? Va a ser Álvaro Uribe Vélez, a través de alguno de sus lacayos. Cierto: no es tan buen chiste. Tampoco es muy simpático que digamos. Pero, como en el viejo y repetido, pero gracioso, cuento de gamines, es verdad.

Para entender la dinámica básica no se necesita mucho conocimiento especializado (son los detalles y los afinamientos marginales los que lo requieren). Los partidos de la Unidad Nacional tienen más o menos 30% del voto. La izquierda, en su momento más alto de movilización, entusiasmo y alarma, puede llegar a un respetable 20%. El uribismo se queda con la otra mitad. En los momentos críticos, somos un país divido en dos pedazos. Por eso en la segunda vuelta de las anteriores elecciones presidenciales, Santos ganó raspando. Por eso, en el plebiscito los partidarios del Sí perdimos por un margen mínimo.

Cierto: hubiéramos podido ganar. Las diferencias son lo suficientemente pequeñas como para que estas elecciones binarias sean como el lanzamiento de una moneda. Pero el problema es que mientras a la extrema derecha hay una corriente de opinión implacable, motivada y unida por la voz del caudillo —que en los momentos críticos dirime las diferencias—, el otro país está dividido a más no poder. Los centristas no se pueden ver entre sí. Por ese lado ya hay al menos dos candidaturas, la de Vargas y la de los que no se aguantan a Vargas. Los izquierdistas tampoco se adoran entre ellos. Por aquel lado hay tres candidaturas en agraz, de pronto hasta cuatro. E izquierdistas y centristas tienen múltiples diferencias entre sí. No hay entre ellos alguien que pueda encarnar o cohesionar a las diferentes tendencias del país pro-paz. Está además la campaña de Fajardo. El 50% del Sí se atomizará en un piélago de nombres, abriéndole las puertas del poder al uribismo. Que es de lo que se trata toda esta operación: pues Uribe y los suyos necesitan desesperadamente del poder, y es ese el objetivo detrás de su saboteo sistemático a la paz. ¿El poder para qué?, preguntaría Echandía. Ah no, esa respuesta sí que está clara. Para proteger a los usurpadores de tierras y legalizarlos, para garantizarse la impunidad a sí mismos, y para desarrollar a plenitud su proyecto autoritario que requiere no de menos impunidad —como ha sugerido con su cara-dura habitual el caudillo paisa— sino de impunidad total y absoluta para los suyos. Lo que necesita Uribe es poder diseñar las reglas para obtener la impunidad para él y para su entorno. Ese es el gran premio: impunidad sin verdad. Que de paso impide que algún flojo se decida a cantar, comprometiendo a quién sabe quién. Esta frase es mía, pero su contenido lo ha expresado de manera taimada, una y otra vez, el propio Uribe. No es la impunidad, sino el intercambio de impunidad por verdad, lo que lo descompone.

Si mi razonamiento hasta el momento no es un chiste, y tampoco es divertido, tampoco es necesariamente una predicción. Hay suficiente tiempo (no mucho, es verdad) para impedir que este escenario se haga realidad. Diferentes partidos políticos podrían acordar algunas reglas básicas para, por ejemplo, lograr acuerdos entre la primera y la segunda vuelta. El pedazo de la torta electoral del uribismo podría encogerse un poco más. En estos años fuera del poder, ella ha pasado de aproximadamente tres cuartas partes a la mitad del voto. Es posible que los múltiples escándalos y violencias que lo acompañan inevitablemente hagan bajar algo más este porcentaje; de pronto su mezquina y atrabiliaria oposición a la paz empiece a cansar a alguna gente.

Pero con las condiciones de hoy, ganaría sin afanes. Quedan menos de 24 meses para cambiar eso. No: no es un chiste.

 

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