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Un indigente nos mira

Yolanda Ruiz
21 de julio de 2016 - 02:00 a. m.

Las sociedades tienen realidades a las que prefieren no mirar de frente. Esa puede ser la razón por la cual los marginados terminan relegados a los extramuros y lejos de los centros de decisión.

No los queremos ver, como si al no hacerlo dejaran de existir. Por eso es un reto cuando los indigentes se instalan a pocas cuadras del poder y la opulencia. Su sola existencia nos recuerda que algo no funciona.

Siempre es más fácil solidarizarse con los que se mueren de hambre o por la guerra si están a kilómetros de distancia. Se escribe un mensaje en las redes sociales, se dona algo a las fundaciones que los atienden, se comenta el drama con indignación porque “nadie hace nada” y ya. Pero el indigente está en el semáforo, se para frente a la casa o el supermercado. Cuando un indigente nos mira nos sacude porque nos pone en la cara lo peor de nuestro sistema: la exclusión, la agresividad, la adicción, la miseria, el no-futuro. Una tendencia inmediata es seguir de largo, ignorarlo. Y la sociedad hace lo propio cuando busca recluirlos, ocultarlos, desplazarlos. Lejos de solucionar el problema esas actitudes individuales o colectivas lo complican.

Se propone ahora en Bogotá que la ley permita obligar a los habitantes de la calle a desintoxicarse si son adictos o a estar recluidos en algún lugar si tienen problemas psiquiátricos. Se toca una fibra sensible porque, por bienintencionada que sea la idea, para algunos eso recuerda a regímenes totalitarios que escondían a los marginados y llegaban incluso a “limpiar” a los “indeseables”. La Corte Constitucional dijo que a nadie se puede obligar a ningún tratamiento y la razón es sencilla y contundente: aunque muchos no sean capaces de mirarlos a los ojos, los habitantes de la calle siguen siendo ciudadanos con derechos que la ley debe proteger. ¿Qué hacer? ¿Declararlos interdictos para que las autoridades puedan decidir por ellos?

Este asunto no tiene una sola cara. Los habitantes de calle tienen sus derechos y los demás ciudadanos también. ¿Qué hacer si un indigente consume drogas frente a un colegio? La respuesta seguramente la encontramos en las leyes que nos rigen a todos. Si roban, si agreden, si destruyen el espacio público, hay sanciones y se deben aplicar. Pero ¿qué pasa si no comenten un delito, si simplemente existen y se paran en la calle con sus ropas malolientes, su perro pulgoso al lado y su pequeño universo a cuestas? ¿Tenemos derecho a decirles “aquí no pueden estar” por ser pobres y excluidos? ¿Tenemos derecho a desplazarlos por miedo?

El operativo del Bronx —que era necesario porque no puede haber lugares sagrados para el crimen y vedados para la autoridad— representó un nuevo desalojo para personas que tenían allí su casa o el remedo de ella. Quienes no tenían delitos pendientes y no fueron capturados, terminaron desplazados. Las personas no desaparecen si alguien destruye su casa; buscan otro lugar, otro barrio, de pronto la calle donde vive usted.

No es fácil: el Estado debe garantizar, así sea en el papel, el derecho de todos, también de los indigentes. Pero ese mismo Estado debe impedir que algunas personas se conviertan en riesgo para otras. Es el reto de siempre: que las leyes nos garanticen la convivencia y cada quien ejerza su libertad sin dañar a otros. En el caso de los indigentes nos cuesta verlo así porque, aunque suene duro, a ellos la sociedad tiende a verlos como inferiores. Qué falta hace hoy la sabiduría del padre Javier de Nicoló que transformó miles de vidas sin obligar a nadie a la rehabilitación. Su propuesta era que cada quien llegara al programa por decisión propia y con ganas de armar una nueva vida. Para ingresar había que pedirlo no una sino dos y más veces. Querer cambiar la vida es una opción, no una imposición, pero la sociedad debe ofrecer la oportunidad.

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