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Un voto inútil

Hernando Gómez Buendía
17 de octubre de 2015 - 02:00 a. m.

Las elecciones de la próxima semana no van a cambiar nada.

Sin duda cambiará la vida de las 18.511 personas que resulten elegidas como gobernadores (32), alcaldes (1.099), concejales (12.065), diputados (418) o ediles (4.897). También cambiará la suerte de los lugartenientes y los contratistas que financian las campañas. E incluso cambiará el rumbo de aquellos sitios donde los elegidos resulten ser más (o menos) honestos y capaces que sus antecesores.

Pero en promedio, según la ley de probabilidades, quedaremos en las mismas que traemos.

Por supuesto que el Gobierno, los directorios y los analistas saldrán a decir que ganó (o perdió) la paz, o el presidente Santos, o Uribe, o Vargas Lleras, o la abstención, o las encuestas, o la izquierda, o la derecha, o el partido favorito del experto entrevistado.

Pero esas serán lecturas acomodaticias de un reguero de elecciones inconexas, porque a la hora de la verdad cada uno de los 127.347 candidatos inscritos se representa a sí mismo y a su combo de amigos. Claro que ellos tienen trayectorias, ideas, propuestas y capacidades distintas, que pueden ser mejores o peores. Pero se trata de diferencias individuales, es decir, no asociadas de manera sistemática con visiones del mundo, proyectos de país o intereses sociales diferentes.

No es la famosa “crisis” de los partidos. Es que no existen partidos. Los hubo sí durante el s. XIX, con sus nueve guerras civiles y sus ocho constituciones, los hubo como “odios heredados” hasta el Frente Nacional, y como dos burocracias bajo éste. Pero los fuimos acabando, primero con la “consulta popular” para escoger al candidato presidencial, que dejó sin oficio a los partidos. Después con la Constitución del 91, que destruyó el bipartidismo para reemplazarlo por hasta 62 pseudo-partiditos. Más tarde con Uribe, que derrotó él solo a todos los partidos y nos dejó la sopa de letras que tenemos.

Los partidos no existen porque no sirven para nada. Mejor dicho, porque su única función es dar avales a los candidatos que ya tenían los votos para aspirar al cargo, ser notarías que compiten por buenas escrituras.

Salvo por este formalismo —que cada vez más aspirantes suplen mediante firmas—, los partidos no aportan nada a los candidatos. No aportan identidad porque —salvo el Centro Democrático y la UP— los partidos no la tienen. No les aportan ideas, ni equipos, ni credibilidad, porque tampoco los tienen. No les aportan votos, porque los votos no son de los partidos sino de los políticos. Y no les aportan dinero porque cada candidato tiene que conseguir una suma superior al valor de los salarios que vaya a devengar: este es todo el secreto de nuestras elecciones.

De modo que no tenemos ningún “contrato social”, sino una infinidad de contratos particulares entre cada candidato y su puñado de parientes, contratistas, busca-puestos y socios de distintos pelambres.

Y así las elecciones, que habrían de ser el mecanismo para expresar y consagrar los intereses colectivos, acaban reducidas a una bolsa de empleos y de reparto del erario público.

 

* Director de Razón Pública.

 

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