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Una mujer normal

Sorayda Peguero Isaac
13 de noviembre de 2015 - 02:43 a. m.

La autopsia de Marilyn Monroe se había guardado durante todos estos años bajo un estricto secreto profesional.

Ahora se sabe, entre otras cosas, que cuando la encontraron en su casa de Brentwood, desnuda y sin vida, llevaba las piernas sin depilar. Alan Abbott y Ron Haste lo cuentan todo en un libro: Pardon My Hearse. Sus autores, conocidos como “los enterradores de las estrellas”, se ocuparon de amortajar su cuerpo. La lavaron, la vistieron, la maquillaron. No perdieron detalle. Dijeron que el color natural de su cabello avanzaba sobre las hebras rubias. Que sus labios estaban agrietados, que era evidente que necesitaba una manicura y una pedicura. Dijeron que la actriz “estaba sin lavar y que no era tan guapa ni glamorosa”. Que “parecía una mujer normal” y que, precisamente por eso, porque parecía un ser de este mundo, tuvieron dudas: “no nos creímos que fuese su cuerpo”.

Aunque también cuentan información sobre las muertes de otros personajes famosos, la descripción del estado en que los forenses encontraron el cadáver de la actriz encabeza la mayoría de los titulares relacionados con la publicación del libro. Marilyn Monroe vende. Según la revista Forbes, su nombre figura en la lista de las celebridades fallecidas más rentables. Su imagen sigue estando por todos lados: en toallas, relojes, biombos, camisetas, libretas de apuntes, monederos, cojines, tazas, pastilleros, paraguas.

Siempre que Marilyn Monroe aparece en las regiones de mi memoria, lo hace acompañada de Truman Capote. Los imagino caminando por el puerto marítimo de South Street, como en Una adorable criatura, el retrato que Capote le dedicó en 1979. Truman Capote y Marilyn Monroe habían convenido encontrarse en el funeral de la actriz Constance Collier, fallecida en la primavera de 1955. Marilyn llevaba la cara lavada y vestía completamente de negro. Cuando la ceremonia terminó, le pidió a Truman Capote que permanecieran sentados en el interior de la capilla, hasta que saliera todo el mundo. Había un enjambre de fotógrafos aguardando en la puerta de la casa funeraria. Sólo uno de ellos la reconoció al entrar. No quería que la fotografiaran. Marilyn, que llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo de gasa negra, se quejó de su falta de tiempo para teñirse el pelo. Deslizó el límite del pañuelo, para que su amigo pudiera ver las raíces oscuras. Con su acostumbrado sarcasmo, Truman Capote le dijo: “¡Pobre inocente de mí! ¡Todo este tiempo pensando que eras rubia natural!” Capote tenía urgencia por salir de la capilla para fumarse un cigarrillo. Le dijo que la esperaría fuera. “¡No puedes dejarme sola!”, le exigió ella. Y antes de ir a pasear por el muelle, continuaron hablando de sus cosas. “Nunca conseguiré el papel adecuado –se lamentó Marilyn–, nada que me guste verdaderamente. Mi físico está contra mí”.

Abbott y Haste debieron pensar: al diablo con el secreto profesional. Vamos a sacar tajada de este asunto. Vamos a contar, sin delicadezas y con una favorable dosis de morbo, cómo luce una mujer como ella cuando nadie la ve. Cuando no la alumbran los focos. Cuando le sobran la ropa, el maquillaje, el aire, la vida. Cuando se encierra en su casa, se tumba en la cama y hunde su cara en la almohada. Cuando se abandona, y llora, por nada y por todo. Cuando deja de ser cualquier versión posible de sí misma, y se deja ir. Lo pensaba mientras leía el titular de un medio que calificó la noticia de exclusiva. ¡Cielo santo! Que a Marilyn Monroe le crecía vello en las piernas. Que era humana.

sorayda.peguero@gmail.com

 

 

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