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Vender “activos ecosistémicos”

Germán I. Andrade
14 de enero de 2016 - 02:41 a. m.

La discusión sobre la venta de Isagén ha traído a la mesa numerosos argumentos relacionados con el costo de oportunidad de mantener un gran activo produciendo réditos a un ritmo propio, o liquidarlos, vía su venta, para tener liquidez en el corto plazo para proyectos de gran interés nacional.

Más allá de los detalles técnicos y jurídicos de la singular subasta de ayer con un solo proponente, o de la cambiante visión de dirigentes políticos —antes sí, ahora no— algunos temas identificados como solo ambientales llevan a proponer otra reflexión en contra de este paso de la empresa al régimen exclusivamente privado.

En un pasado editorial de este periódico (“¿Público o privado?”, 29 de mayo de 2015) se identificaba que existen empresas con grandes activos construidos, tales como represas, canales, líneas de transmisión, etc., basadas en la provisión del recurso hídrico cuyos productos de venta directos se posibilitan a través de grandes inversiones de infraestructura. Dijo el Gobierno, en la discusión de Isagén, que no habría problema, al tratarse de un tema suficientemente regulado. Lo dudo. Pues las dimensiones ambientales (sociales y ecológicas) de estos emprendimientos no terminan en el estudio de impacto y ejecución del plan de manejo ambiental.

En esto la empresas del sector hidroeléctrico han sido en general líderes, pues han hecho una buena gestión de los servicios ambientales que son de su directo interés. Pero hay temas que a la hora de una venta no han sido suficientemente considerados, como por ejemplo la forma como los compradores integrarían en sus cuentas los pasivos ambientales.

Con todo, el asunto que preocupa va más allá. Porque estas grandes obras generan profundas transformaciones en el ciclo hidrológico, con impactos positivos y negativos, que no pueden ser regulados con la legislación de control sectorial del impacto ambiental.

Ni siquiera a través de la emergente responsabilidad social empresarial, en la cual algunas centrales hidroeléctricas y empresas han venido dando ejemplo. Es lo que técnicamente hoy se llama la gestión de los servicios ecosistémicos hidrológicos. ¿Cómo podría una empresa privada que se hace a un activo como una represa o un sistema de conducción, hacerse cargo de la pérdida de pesca o flujo de sedimentos cientos de kilómetros aguas abajo, o de la conservación de las cuencas de captación, o de la adaptación de la llanura de inundación a los extremos del clima? Por eso sería impensable privatizar el agua de Bogotá, cuando son decenas de miles de hectáreas de ecosistemas naturales, las que sustentan el valor del agua entubada.

Estamos frente a un ambientalismo emergente poco entendido, en los tomadores de decisión y en algunos de sus detractores. No pueden abordarse estos emprendimientos solo como activos financieros. Tampoco cabría un ambientalismo trasnochado que quisiera ver en el corto plazo todos los ríos libres de intervención.

El nuevo ambientalismo, ligado con el proceso de transformación social y económica, implica construir democráticamente soluciones de compromiso sobre lo que se gana y lo que se pierde en los territorios. Algo imposible sin la propiedad del Estado de estos “activos ecosistémicos” estratégicos, que como ya vemos, incluyen lo natural y transformado y lo construido.

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