Ordóñez, esa caricatura grotesca

Sergio Ocampo Madrid
12 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Hasta hace unos años, la candidatura presidencial de un personaje como Alejandro Ordóñez podría equipararse, en seriedad y en posibilidades de alcanzar el poder, a una del legendario Gabriel Antonio Goyeneche, eterno aspirante presidencial en la Colombia de los años cincuenta y sesenta.

Goyeneche proponía, entre otras cosas, asfaltar el río Magdalena para hacer una gran autopista hasta Barranquilla; también, hacerle un enorme techo a la capital para que los bogotanos no se mojaran cuando lloviera, una iniciativa que luego reemplazó por la de un constante bombardeo de la Fuerza Aérea a las nubes sobre la ciudad para repelerlas y que solo lloviera de Chía hacia el norte.

En su primera salida electoral, en 1958, según recuerda Andrés Ospina en la crónica “El evangelio según Goyeneche”, el candidato consiguió 2 votos (uno en Medellín y otro en la mesa 14 de Bogotá), y perdió con Alberto Lleras; en la segunda, en el 62, logró treparse hasta 33 votos pero no le alcanzó y terminó derrotado por el borrachito Guillermo León Valencia (abuelo de Paloma), y en 1966 obtuvo la alucinante cifra de 2.652. Perdió con el otro Lleras (abuelo de Germán).

A mi modo de ver Alejandro Ordóñez es, por muchas cosas, un personaje risible de la política colombiana. Hablo de un hombre que quemaba libros hasta hace unos años, ataviado con disfraces como de la inquisición; uno que en el fondo de sus convicciones sigue creyendo en la metáfora creacionista y en Adán y Eva como explicaciones válidas e incontrovertibles; uno que, si pudiera, reemplazaría los códigos que estudió por las normas del levítico bíblico; uno que considera lícito y moralmente válido perseguir y proscribir la diferencia, política, ideológica, sexual.

Ahora bien, Goyeneche era una maravillosa hipérbole de la muy corta, aldeana y adusta clase política colombiana de la mitad del siglo pasado, llena de gramáticos, de académicos y jurisconsultos, de latinistas cultísimos, de gentes con todo el abolengo aunque escaso sentido de un proyecto de país. Ordóñez, en cambio, es la monstruosa parodia de la política de hoy, paramilitarizada por unos señores de la guerra, escasamente letrada (por anticientífica, por antiintelectual), sin ninguna restricción moral ni ética, y por tanto más mentirosa y retorcida que nunca; con el abolengo de los nuevos ricos y unos clarísimos proyectos privados de prosperidad familiar.

Si bien no comparto muchos de los preceptos del conservatismo y sus visiones del mundo, tan cercanos a la predestinación de clases, al clericalismo, a la noción de fuerza y la tradición moral, creo más que válido que estas formas de pensar se expongan, propongan y aspiren a dirigir una sociedad. Inclusive, respeto al conservador cabal (como adjetivo, no como apellido; ¡válgame Dios!), o sea ese que hace un gran intento por ser consecuente en sus actos con su ideología.

Lo que me espanta de Ordóñez no es tanto su adscripción a la virgen María, a la camándula, y ni siquiera sus quemas de libros y sus convicciones retrógadas sobre el aborto y el homosexualismo. Ya la historia lo recogerá y se burlará de él. Lo que es aterrador es que a pesar de Dios, de la fe, del dogma y el catecismo, es un hombre irremisiblemente torcido; un verdadero enano moral y sin ninguna grandeza histórica. En la misma medida de su par y amigo, Álvaro Uribe.

A pesar de la confusión, de la relatividad en que andamos patinando, es irreductible que el hombre fue destituido por hacerse elegir con puestos y con favores; que a menudo se extralimitó en sus funciones por el libreto oculto de amarrar futuros apoyos políticos; que sacó del juego a Gustavo Petro con una sanción tan ridículamente desproporcionada que hasta la propia rama judicial se lo cuestionó y terminó metiéndose la Corte Interamericana a defender a un alcalde incapaz.

Era tan esquizofrénica su cruzada personal que dispuso mecanismos de espionaje en las notarías y en las clínicas para saber qué personas del mismo sexo deseaban organizarse en pareja, y qué madres gestantes buscaban la opción del aborto. ¡Y eso lo hacía el Procurador General de la Nación!, o sea ese gran agente cuya función primordial es perseguir funcionarios corruptos e ineptos.

Era más fácil y menos arriesgado perseguir maricas y mujeres violadas o desesperadas que asumir las investigaciones de fondo, entre ellas Odebrecht y el saqueo a Estupefacientes (en manos de los conservadores). Siempre alinderado con la ultraderecha, se opuso, vertical, a la ley antidiscriminación, a la de restitución de tierras, a que sancionaran al colegio donde una rectora homofóbica perseguía a un estudiante que terminó suicidándose. Y ya cercano a irse del cargo logró introducirle al nuevo Código Disciplinario una descarada rebaja a las sanciones por falta gravísima para los inhabilitados por la Procuraduría. Así benefició a su gran amigo Fernando Londoño.

Ordóñez es, entonces, una caricatura grotesca de nuestra política. Y con estos tiempos que corren, con la verdad vuelta añicos, con las opciones ideológicas más extremas reclamando su turno y con el cinismo en el centro de toda una dialéctica política nueva, muchas condiciones parecen estar dadas para que lo suyo se vuelva una realidad lamentable.

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