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Orfandad y torres

Arturo Guerrero
11 de septiembre de 2015 - 02:24 a. m.

Dos días antes, el 9 de septiembre de 2001, se inauguró con un concierto de gala el Museo Judío de Berlín. Barenboim dirigió la Sinfónica de Chicago en la Séptima Sinfonía de Mahler.

Periodistas de varios países acudimos invitados por las respectivas embajadas alemanas a recorrer el edificio anguloso de Daniel Libeskind. Una sucesión de galerías con piso desnivelado invitan al mareo.

Al final de cada tramo, sin saber si la realidad es la realidad, uno tropieza con altas paredes que cierran el paso al buen sentido. El testimonio del holocausto se materializa en esta hierática trama de concreto construida para descolocar la lógica.

El martes 11 un tren riguroso nos trasladó en dos horas a Leipzig, donde visitaríamos sinagogas y lugares emblemáticos. Al comienzo de la tarde una guía alemana dirigía la tropa de comunicadores por las calles de siglos.

De repente suena su celular, recibe una instrucción, lívida se dirige al grupo. Acaban de caer las Torres Gemelas de Nueva York, informa, y nadie calcula el tamaño del acontecimiento.

En estampida todos volamos al café internet más próximo donde las páginas de diarios y canales de televisión en idiomas occidentales están desbordadas. Por fortuna varios colegas hablan hebreo y yidis, y acceden a sitios web menos congestionados.

Alrededor de una pantalla, vemos los aviones repetidos de Bin Laden y escuchamos la traducción al inglés de la jerigonza temblorosa. Varios tienen sus oficinas de diarios y agencias en las torres impactadas. Tratan de comunicarse en vano para saber la suerte de colegas.

El tren nos devuelve con idéntico rigor a los hoteles berlineses donde todo es maraña para conseguir tiquetes al pequeño mundo en colisión.

Hay que dar prioridad a los norteamericanos que ven desmoronar sus símbolos. Colombia no existe. Ni pensar en conseguir rápido retorno. En el restaurante del hotel algunos latinoamericanos farfullamos sobre el destino del delgado planeta.

Resolví no variar mis planes. Tomé avión reservado a Múnich, me incrusté en un tren hacia Roma en cuya estación Termini me esperaba una amiga para mostrarme las mil iglesias donde Caravaggio dejó su luz.

No tuve sosiego en el viaje. En cada aeropuerto percibí estallido; en cada oficina de migración, arresto; en cada estación, puñales. Era el fin del mundo, era el comienzo universal del terrorismo.

Cuando mi amiga vio la cara pálida, el ojo perdido, el temblor de holocausto, cambió los planes fructíferos del día. Nada de Foro Romano ni Coliseo ni pastas en Trastevere.

Un parque arbolado, incluso selvático, recibió mi humanidad agobiada. Relaté el vahído en las cámaras recordatorias repletas de zapatos y monturas de anteojos, conté el ánimo acongojado de los periodistas judíos que repasaban su historia ancestral, repetí las escenas imposibles de aviones y torres en idioma marciano.

Al volver a Bogotá una luz despejó mi atolondramiento íntimo: el mes anterior había muerto por única vez mi madre, mi única madre. Y este era el primer viaje sin su beso de despedida.

arturoguerreror@gmail.com

 

 

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