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Otra cosa es gobernar

Eduardo Barajas Sandoval
09 de febrero de 2021 - 03:00 a. m.

Gobernar es arte diferente del de opinar, cuestionar o proponer, sobre las cosas de interés público. No todo el mundo, aunque se lo crea, y aunque otros también lo piensen, reúne la serie compleja de características que conducirían a que alguien, después de ejercer cualquier oficio, inclusive el de la oposición, resulte haciendo un buen gobierno.

Dentro y fuera de los escenarios democráticos, en la feria variopinta de la competencia política desfilan personajes de toda índole. A la comparsa tradicional de quienes se consideran políticos se suman con frecuencia empresarios, publicistas, milagreros, comunicadores, líderes religiosos, personajes de la farándula, deportistas retirados y hasta payasos de profesión. Cada uno cree que sabría cómo conducir un gobierno, al menos desde el ángulo de su formación personal, sobre la base de que las buenas intenciones, e inclusive el buen criterio, bastarían para obrar decentemente y enderezar entuertos que molestan a ciudadanos que esperan, con inocencia e ilusión, que aparezca quien “haga las cosas bien”.

Casos se han dado en los que personajes extravagantes, pintorescos, o malévolos y con alma de tiranos, se han hecho al poder para ejercerlo de manera primitiva y brutal, como si gobernar consistiese en dar órdenes, para sentir el vértigo de ser obedecidos y apreciar el movimiento de un rebaño al ritmo de su inspiración. También, por la vía de las urnas, han terminado investidos de responsabilidades de gobierno personajes sin experiencia alguna, ni formación, ni nada que tenga que ver con el arte de gobernar. Y claro, entre esos extremos y el ideal de buen gobernante, que no es sino un ideal, aparece un mosaico amplio de figuras de todos los tintes, cuya acción produce todo tipo de resultados. Como los tonos de una foresta.

Desde el punto de vista democrático, que sería el parámetro convencional más respetable a tener en cuenta, gobernar es el ejercicio temporal, pasajero, público, limitado y reglado, de una cuota de poder, en cumplimiento de un mandato popular y al ritmo de la aceptación ciudadana y del acierto en el respeto por un estado de derecho. Una acción continuada que requiere de vocación de contenido muy diferente de la elemental de querer mandar. Un compromiso de búsqueda del bien colectivo que requiere de habilidades especiales, talante adecuado, y una combinación compleja entre ideas, propósitos, capacidad gerencial, sentido de lo público, conocimiento de los tornillos escondidos del aparato del estado, inspiración contagiosa de entusiasmo y colaboración, liderazgo a través del ejemplo, sentido del mando, prudencia, transparencia, audacia y decisión. No todo el mundo reúne todas esas condiciones. Aún en el mejor de los casos, la llegada al poder, así haya sido por la vía de las urnas, implica el descubrimiento de un panorama que siempre será diferente del que el investido pudo soñar. Panorama que no alcanzan a imaginar siquiera muchos de quienes desde la calle, sin experiencia en las lides del estado y del gobierno, confían en que quien llegue a la cúspide, sobre todo si ha sido con su apoyo, demuestre desde las primeras horas que sabe hacer las cosas y sobre todo que puede tomar y hacer cumplir, cuanto antes, las decisiones más acertadas, deseables y esperadas.

En una y otra parte del mundo, y con más frecuencia de lo que se pueda pensar, llegan al poder personajes sin experiencia en la toma de decisiones, sin haberse ejercitado en el día a día de conducir enormes contingentes de funcionarios, sin temperamento para manejar los altibajos que implica la imposibilidad de arreglar de una vez todos los problemas, con los reflectores puestos sobre la cara, con la presión de los acontecimientos, con la variedad enorme de asuntos sobre los cuales se exige que tengan un pensamiento, un criterio, y una capacidad de acción. Entonces terminan llevados de aquí para allá por una corriente de aguas turbulentas. Hay quienes después de haber ejercido exitosamente la oposición, de haber criticado puntualmente lo que ha sido preciso criticar, e inclusive de haber propuesto aquello que vale la pena proponer, llegan al poder y demuestran que no sirven para gobernar. Solamente entonces ellos, y quienes los apoyaron, entienden que la experiencia juega un papel fundamental. Que es mejor haberse puesto a prueba en la dirección de personas que realicen una gama amplia de actividades. Que es bueno tener la humildad para reconocer que dentro de sus subalternos hay quienes con seguridad saben mucho más que ellos de muchas más cosas. Que cualquier cosa que se quiera hacer se debe sujetar a reglas preestablecidas que hay que respetar y que solamente se pueden cambiar conforme a otras reglas que es obligatorio observar. Es entonces cuando todos esos ilusos que antes pensaban como les parecía y lo creían todo posible, se encuentran, por lo menos en los estados de derecho, o en los remedos de estado derecho, con unos parámetros que tienen fundamento político, filosófico, o tradicional, que los obligan a obrar dentro de unos límites que jamás soñaron, y que para su temperamento resultan limitantes, o simplemente difíciles de descifrar.

Horas después de la redacción de la anterior entrega de esta columna, en la que se comentaba sobre la cada vez más opaca figura de la Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, los militares de Myanmar pusieron fin, por la vía del golpe de estado, al gobierno que ella presidía precariamente bajo la figura de Consejera del Estado, luego de unas elecciones en las que su partido obtuvo una mayoría arrolladora.

Maravillosa en la oposición, entusiasta aclamada internacionalmente en la defensa de la libertad de prensa y de toda una serie de valores democráticos antes de llegar al gobierno, su experiencia resultó completamente diferente a la hora de gobernar. Como se reseñó la semana pasada, no quiso, o no pudo, que para el caso es casi lo mismo, detener los abusos en contra de las libertades que tanto había defendido, ni el genocidio del pueblo musulmán de los Rohingya, expulsado además de su país.

Los militares que la derrocaron han apelado para su acción a un argumento recientemente utilizado, también sin pruebas y con el ánimo de quedarse en el poder, por el saliente empresario y presidente improvisado de los Estados Unidos: el de la existencia de un fraude electoral. Aung San Suu Kyi, lo mismo que quienes la derrocaron para hacer lo que les de la gana, y el personaje que ocupó los últimos cuatro años la Casa Blanca, resultan ser ejemplo fehaciente de que otra cosa es gobernar.

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wilson(72314)10 de febrero de 2021 - 03:09 a. m.
Como siempre una excelente columna que da cuenta de su conocimiento de lo que escribe, gracias por seguir construyendo este espacio de aprendizaje y reflexión.
Atenas(06773)09 de febrero de 2021 - 06:37 p. m.
Cuánto de bien significa esta atinada columna en nuestra amarga realidad. Sí, aquí, como en Myanmar, otra homenajeada con el ya ridiculo nobel de paz, se prestó pa hacer de su pais un festival de atropellos y desconocimiento de la democracia hasta q' las FFAA la bajaron del trono. Como aquí con el tartufo Santos y la llegada de DUQUE.
humberto jaramillo(12832)09 de febrero de 2021 - 03:50 p. m.
"Gobernar es arte diferente del de opinar, cuestionar o proponer, sobre las cosas de interés público" Y en Colombia hay un personaje que está a la cabeza de la rama "ejecutiva" que opina, cuestiona y ni siquiera propone a no ser las sanciones de la Jep para deslegitimarla, pero ¿de acción? sólo los nombramientos, las propuestas de ternados, sus ironías sin nombre propio y su ánimo pendenciero
Victor(10861)09 de febrero de 2021 - 11:48 a. m.
Sr Barajas, siempre estoy pendiente de sus columnas con análisis de la situación internacional. Siempre bien informado y asertivo. Pero esta vez, con la Presidenta de Birmania, está siendo muy estricto. Ella era en teoría la Presidente, pero en la práctica no tenía ningún poder. Tal vez falló al no renunciar mucho antes, tal vez desde el principio
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