Otra lucha más de El Espectador

Guillermo Zuluaga
21 de julio de 2020 - 05:10 p. m.

Primero que todo una aclaración: Las siguientes palabras surgen de la admiración y no de una petición de este medio de comunicación, para el cual solo tengo respeto y gratitud. El Espectador, el mismo, donde ahora nos leemos, lucha por seguir siendo referente de la libertad de expresión, civilidad y democracia.

Asunto del que no es ajeno como tantos otros en estos tiempos de pandemias, y que, además, es “cuento viejo” para este periódico. Desde su mismísima fundación, en 1887, El Espectador ha liderado luchas que quizá lo rebasan. Su creador, Fidel Cano, hombre bajado desde las laderas del Norte de Antioquia, pronto sintió que su proyecto de un periódico con filosofía liberal, en Medellín, tierra fértil para ideas menos progresistas, iba a ser un reto inmenso. No habrían de pasar muchos años para que la censura, mediante una ley, que él irónicamente llamó “Ley de los Caballos”, comenzaría a mostrarle los dientes y un camino lleno de obstáculos. Y sin embargo continuó y pervivió ese oscurantista final de Siglo XIX, a pesar de excomuniones, encarcelamientos, y pulpitazos.

Establecido en Bogotá, los problemas continuarían. Luego de unos tiempos de relativa calma, vendría de nuevo la censura durante la dictadura de Rojas Pinilla. Algunas imágenes de su joven director Guillermo Cano, caminando entre escombros y trozos quemados de periódicos, son testimonio de otra nueva pelea de un periódico que seguía siendo fiel a su proyecto original de defender las ideas por encima de banderías y proclamas, y casando peleas que sabía que seguramente lo rebasarían.

La década de los ochenta traería nuevos desafíos para este periódico. Las denuncias contra prácticas monopólicas y de evasión de responsabilidades fiscales contra los bancos de la familia Michelsen lo llevarían a su casi quiebra cuando este poderoso banquero buscó asfixiar económicamente al periódico que retó su poder. Pero si mediante prácticas solapadas, Michelsen no pudo acallarlo, en cuestión de años vendrían amenazas más reales cuando de nuevo este periódico lideró una cruzada contra el narcotráfico. Las balas silenciaron a su director Guillermo Cano y a algunos de sus periodistas, las bombas destruyeron sus sedes, y la capacidad de comprar conciencias intentaron desdecir de un diario que en cierta medida era baluarte de la democracia colombiana.

De estas historias fui enterándome poco a poco a mediados de los años noventa cuando al tiempo que estudiaba Periodismo, iba entendiendo –o desentendiendo-- este país en las lecturas que comencé a encontrar en las páginas de este decano del periodismo. En El Espectador tuve la posible fortuna de acercarme a la historia que iba forjándose día a día de este país, a veces extraño, a veces cercano, a veces inexplicable, a veces caótico, a veces amable. En mis clases y lecturas fui enterándome de aquellas luchas de El Espectador y mi admiración fue creciendo. Y desde esos febriles años de universitario me fijé la meta de algún día publicar en esas mismas páginas donde otrora publicara la mayoría de los periodistas, escritores y pensadores más interesantes de Colombia, y algunos del mundo.

A principios de este nuevo milenio, coincidió el derrumbamiento de las Torres Gemelas en NY, y el paso de este periódico de diario a semanario. Porque no solo caían unas moles de cemento sino que también se derrumbaba un poco el mito de las verdades casi únicas que detentaban ciertos medios y el periódico, como muchas otras empresas informativas, vivió una sacudida que la resintió de muerte. Pero el peso de su historia lo fue conduciendo, poco a poco, hacia ese lugar en el que siempre ha estado y cuando cumplió sus 120 años el periódico volvió a ser un diario impreso.

Algunas veces he sido suscriptor, aunque no siempre haya leído cada uno de esos periódicos que puntuales llegaron a mi puerta. Otras veces no lo he sido, pero uno de mis rituales de fines de semana ha sido irme un sábado a algún lugar del centro de Medellín y deleitar mi boca con el sabor acre del café y mi espíritu con las historias y las opiniones que encuentro en sus páginas. También, en muchos domingos, me he dado el gusto de llevar en un morral el periódico que me acompaña en algún recorrido por montañas de Colombia. Y mientras he mirado los tonos de verde de mi tierra he ido dejando volar mi mente mientras leo alguna crónica, o columnas como las de Alfredo Molano, William Ospina, tan certeras, tan bien escritas, tan profundas.

Mi cercanía con el periódico quedó sellada más aún cuando en 2006 un capítulo de mi libro 24 Negro fue publicado en su totalidad, y cumplí un sueño que me fijé como estudiante. Un par de años después, un poco temeroso, un poco falto de modestia, le pregunté a Fidel Cano, su director, cómo podría ser columnista. Me contestó que escribiera y que, sin compromiso, las iría publicando, ocasionalmente. Desde entonces, solo un par de columnas se han quedado sin publicarse, más por problemas de espacio que por otra razón. El periodismo, el verdadero, que no da ganancias materiales pero sí simbólicas, me brinda un orgullo invaluable y es saber que mi nombre también está, así sea en un rinconcito, donde tantos grandes de mi oficio alguna vez lo estuvieron.

Así que por El Espectador solo tengo gratitud, como lector, como colaborador, como columnista. Y por ello ahora, cuando vive, como tantas otras empresas e instituciones, lucha por sobrevivir, no me queda más que invitar a apoyarlo desde su compra o desde una suscripción. Como ciudadano y periodista, digo que apostarle a su periodismo independiente, a veces muy liberal, muy salmón, para estos tiempos, es una forma de construir ciudadanía, de apoyar la democracia. Y como historiador digo que no podemos dejar acallar su voz, pues El Espectador es patrimonio inmaterial de esta Nación. Y del periodismo mundial, incluso.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar