Otro virus amenaza al mundo: la locura colectiva

Sergio Otálora Montenegro
09 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

MIAMI. Antes de que el presidente de la primera —y única— potencia global barajara la posibilidad de inyectarse desinfectante para baños o pisos, como posible cura contra el COVID-19 ya en las calles de California, Colorado, Virginia, Michigan y Florida, había una variopinta coalición exigiendo el fin de la cuarentena y de la usurpación de las libertades individuales por parte de científicos burócratas y gobernadores izquierdistas.

Lo que antes de Trump era una minoría lunática, alimentada por toda clase de teorías de conspiraciones terrenales o del más allá, hoy es aún una minoría delirante, pero con un vocero de lujo instalado en la oficina Oval. En las filas de semejante grupo hay toda clase de especies exóticas y peligrosas: los que se oponen sin solido sustento científico a las vacunas, los libertarios que consideran una intromisión abusiva e indebida de las autoridades cerrar almacenes y obligar a la gente a quedarse en sus casas, las milicias armadas de extrema derecha, por lo general compuestas por supremacistas blancos, los evangélicos más fanáticos, los defensores acérrimos del porte irrestricto de armas: los fervorosos seguidores de Trump dispuestos a cualquier exabrupto.

Una de esas milicias, en traje de fatiga y armada hasta la última letra de su abecedario de guerra, irrumpió en el capitolio de la gobernadora demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer, para protestar porque consideran extremistas las medidas de esta funcionaria que ha seguido con disciplina las indicaciones emitidas por las autoridades sanitarias federales. Hay que aclarar que en Michigan es legal el porte de armas al descubierto -de cualquier calibre-, e incluso, entrar con ellas a la sede del gobierno estatal.

No sobra reseñar que el presidente calificó a estos milicianos como “gente de bien” que se subleva contra los excesos de los demócratas. Incluso, el hombre más poderoso del planeta, y máxima autoridad de su país, llamó a la rebelión popular en los estados presididos por gobernadores del partido de oposición.

En este ambiente tan caldeado en el que la ciencia y las estadísticas son vituperadas, y los expertos son interpelados con agresividad por ignorantes con poder, no es de extrañar que el guardia de un almacén en Flint, Michigan, fuera asesinado por exigirle a una joven que se saliera de la tienda por no usar tapabocas. La niña, ofendida, regresó con varios miembros de su familia y uno de ellos le pegó un tiro en la cabeza al vigilante que, simplemente, hacía cumplir una orden ejecutiva de la gobernadora Whitmer.

De acuerdo con las proyecciones oficiales, para finales de mayo habría 200.000 nuevos infectados y para el primero de junio 3.000 muertos diarios por el virus. Esas cifras ya son cuestionadas por la Casa Blanca y sus aliados dentro del Partido Republicano. Es más: ante la probabilidad cada vez más alta de perder su mayoría en el Senado, en las elecciones de noviembre los dirigentes de ese partido decidieron cerrar filas y decir, a pesar de las evidencias, que el presidente ha hecho un “trabajo extraordinario”.

Los poderosos intereses comerciales y financieros, la ansiedad política ante el derrumbe de la economía y una fila de más de 30 millones de desempleados han dejado al descubierto que hay un sector de la clase dirigente estadounidense sin alma. Chris Christie, exgobernador republicano de Nueva Jersey, excandidato presidencial e incondicional aliado de Trump, justificó el incremento de muertes por el desmonte prematuro de las medidas para combatir la pandemia de la manera más cruda posible: “Si fuera presidente diría: el mensaje es que el pueblo estadounidense en otros momentos ha tenido que sufrir la muerte. Enviamos nuestros jóvenes en la Segunda Guerra Mundial, al Pacifico, sabiendo que muchos de ellos no regresarían a casa vivos. Y decidimos hacer ese sacrificio porque estábamos defendiendo el modo de vida estadounidense. De la misma manera, ahora tenemos que defender nuestro estilo de vida”.   

Ya es innegable que el gobierno de Trump desoyó todas las alertas tempranas, desmanteló los mecanismos de información, control y manejo de posibles brotes de virus en otros países, como en China, y ha sido irresponsable -cuando no indolente- en la manera como ha comunicado sus políticas o medidas. Las últimas encuestas muestran que la gente no come cuento: un sondeo de Yahoo! News y YouGov reveló que el 47% de los encuestados cree que el país estaría mucho mejor, en este momento de pandemia, con Obama que con el actual presidente. “Los estadounidenses no sólo desaprueban el manejo que Trump le ha dado al coronavirus. Lo culpan cada vez más por el tamaño y la severidad del brote”, subrayaron los encuestadores.

Además, entre el 60% y el 70% de los norteamericanos está en desacuerdo con levantar las medidas de protección contra el contagio. Un porcentaje parecido no se siente para nada confiado en ir a un restaurante o ver una película en una sala de cine.  

Justificar que cada día muera una cantidad similar a la que pereció en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, con el argumento de que primero están la salud del mercado y el consumo, es el nivel más radical de una ideología que, en general, ha desconfiado profundamente del Estado y de las protecciones para los más débiles. En la defensa de un individualismo cerril y de un gobierno incapaz de dar una respuesta efectiva a esta crisis salvaje, esos llamados conservadores o libertarios están en una especie de locura colectiva, tratando de salvar lo insalvable, ante la posibilidad de un implacable juicio de la historia.

El panorama es sombrío. “Ha pasado más de un mes cuando había al día menos de 1.000 muertes por el virus. Casi cada día son identificados por lo menos 25.000 nuevos casos de infectados, es decir, que en total el virus en Estados Unidos -que tiene el número más alto de infectados en el mundo con más de un millón- se está expandiendo a diario entre el dos y el cuatro por ciento”, según The New York Times.

Por ahora, el inquilino de la Casa Blanca y sus aliados luchan por sobrevivir y buscan cantar victoria a pesar de los estragos sin tregua de esta peste. Tienen fe y rezan para que todos sus artilugios y la pirotecnia de mentiras funcionen de nuevo —como en otros momentos—, y logren la reelección. Pueden ganar, sin duda, pero a un precio muy alto para este país y para el mundo entero.

 

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