Padres, padrones y eunucos

Héctor Abad Faciolince
18 de agosto de 2018 - 04:00 p. m.

La Iglesia católica, a partir de los movimientos de liberación sexual (cuyo auge llegó en la segunda mitad del siglo pasado), quedó situada en una posición muy incómoda cuando pretendió seguir imponiendo su moral sexual tradicional en un mundo que cambiaba rápidamente. Para quienes crecimos en el último tercio de ese siglo fascinante, el XX, hubo un claro choque entre aquello que nos decía la ciencia, y lo que intentaba inculcarnos una religión anclada a visiones sexófobas muy antiguas, que se remontaban a citas del antiguo testamento y a epístolas de San Pablo.

En la adolescencia, médicos y psicólogos nos informaban que no había nada malo en masturbarnos, y que este goce solitario nos ayudaría a tener más tarde una sexualidad sana y placentera, en compañía. Pero al mismo tiempo los curas nos advertían que esa misma actividad era pecaminosa y que cada paja era una piedra que empedraba el camino al infierno. Mientras los biólogos nos decían que cierto porcentaje de la población tenía espontáneamente deseos homosexuales que no debían reprimirse sino vivirse con alegría y libertad, los sacerdotes insistían en que la homosexualidad era “contraria a la ley natural”, “intrínsecamente desordenada”, y que no podía “recibir aprobación en ningún caso.”

Con la aparición de la píldora y de métodos anticonceptivos accesibles y seguros, nuestra iniciación sexual se desligó de los sórdidos prostíbulos de las generaciones anteriores (y de las enfermedades venéreas que parecían ser su castigo inevitable) y con amigas y novias, en un acuerdo entre iguales, pudimos disfrutar de buenas relaciones sexuales prematrimoniales. Pero mientras nosotros aprendíamos y nos divertíamos, la jerarquía católica seguía enseñándonos que estos comportamientos eran fornicación y pecado, que el sexo solo podía ejercerse después del matrimonio y con el único fin de procrear.

Lo anterior no es lo más grave ni lo más triste. Lo más grave es que mientras la Iglesia predicaba y ordenaba que nos sometiéramos a esas antiguas costumbres de represión y abstinencia, muchos de sus sacerdotes y jerarcas, incapaces de practicar la castidad que tanto recomendaban desde el púlpito y los confesionarios, abusaban de menores de edad, tocaban y violaban a seminaristas, dejaban embarazadas a alumnas, sirvientas y aspirantes a monjas. Y algo peor, cuando estas cosas se sabían, obispos y cardenales las ocultaban y tapaban porque “lo que la Iglesia más odia es el escándalo”, y había que defender a toda costa el prestigio de la milenaria institución cristiana.

La justicia de Estados Unidos destapó esta semana 1.000 casos de abuso sexual infantil y juvenil cometido por curas católicos en Pensilvania, y el ocultamiento de estos que no son solo pecados (según la doctrina), sino también delitos y crímenes contra menores indefensos, cometidos en colegios, seminarios y hospitales. Esto no es nuevo. Basta leer novelas españolas del siglo XIX (recomiendo La Regenta de Clarín y Tormento de Galdós) para saber que casos de curas lúbricos ha habido siempre. Para evitar el escándalo la Iglesia ha practicado sin tregua la hipocresía y cometido el delito de encubrimiento.

Es posible que la Iglesia sobreviva a estos escándalos que la dejan tan mal parada, pero yo (desde afuera y como un no creyente poscristiano) me pregunto si no les convendría a los católicos plantearse seriamente el celibato voluntario y no obligatorio para todos los curas, y si no le convendría a la Iglesia, para sufrir y hacer sufrir menos, una revisión a fondo de toda su doctrina sexual. No vivimos en un mundo de eunucos y castrados; el ideal femenino no es ser mujeres vírgenes y virginales. Por supuesto que no es posible vivir en “el imperio de los sentidos” y todos debemos al mismo tiempo ser libres y controlar nuestras pulsiones más primitivas, pero no con los viejos dogmas de muy dudosos santos, como San Pablo, que predicaron una represión absoluta, malsana e insostenible.

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