¿País de clase media?

Luis Carlos Reyes
14 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

Quizá en el DANE nadie pensó que fuera controversial definir a un trabajador de clase media como aquel que gana entre $450.000 y $2.250.000 al mes, porque la definición no se la inventaron ellos y es común usarla en estudios internacionales. Según la Brookings Institution, la clase media así definida está compuesta por aquellas personas que “tienen algún ingreso disponible para comprar bienes duraderos como motocicletas, refrigeradores o lavadoras, pueden ir a cine o costear otros tipos de entretenimiento, tomar vacaciones y estar razonablemente confiados de que ellos y su familia pueden sobreponerse a la enfermedad y el desempleo sin recaer en la pobreza extrema”.

Discutir por definiciones es inoficioso, máxime cuando pocas son tan subjetivas como la de clase media. Pero lo que sí es cierto es que esta clase social, que no está en riesgo de desnutrición y a veces tiene plata para ir a cine, es la clase típica, el grupo social al que pertenece el trabajador colombiano promedio. La discusión interesante es si esto debe considerarse como un avance.

El punto que quiere resaltar el DANE es que estamos mucho mejor que hace unas décadas, y es cierto. Según el Banco Mundial, el ingreso promedio de los colombianos aumentó en un 37% durante el gobierno de Juan Manuel Santos, incluso después de haber aumentado en un 54% durante el de Álvaro Uribe. Es más: entre 1990, cuando empezó la apertura económica de César Gaviria, y la actualidad, el ingreso del colombiano promedio se ha triplicado (las cifras ya están ajustadas por la inflación). Y no, el país no es más desigual que antes: la desigualdad, de hecho, ha disminuido ligeramente.

Como dicen, son datos y hay que darlos. Y si fueran los únicos datos relevantes, no estaría de más el celebrar que nos estemos convirtiendo en un país de “clase media”. Pero hay otros datos que –duélale a quien le duela– también hay que dar. Y esos datos muestran que, de clase media o no, sí somos un país de crecimiento económico mediocre, anémico, como si nos estuvieran desangrando de a poquitos.

Volvamos a 1990 y comparémonos con dos países que desde entonces llamaban la atención de los analistas económicos: Chile y China. Los ciudadanos de Chile tenían entonces un ingreso promedio básicamente igual al nuestro, a la vez que nuestro ingreso por habitante era casi cinco veces el de los chinos. Tres décadas después, si bien nuestros ingresos se han triplicado, los de Chile se han más que quintuplicado, mientras que los de China son diecisiete (¡diecisiete!) veces mayores que en 1990, de manera que ahora somos el más pobre de los tres países: fue ya en 2014 que China nos dejó atrás en términos de ingreso per cápita.

El mal manejo económico del país, que de un año a otro no se nota mucho y siempre tiene excusas plausibles, se acumula y adquiere proporciones enormes al cabo de unos cuantos años. Hoy estamos viviendo los resultados de décadas de mediocridad acumulada. El buen manejo económico no es sólo mantener baja la inflación y evitar el default de la deuda: ¡ya está bien de felicitarnos por logros tan modestos! Es mucho más lo que sabemos que se debe hacer y sin embargo no hacemos. No invertimos suficiente en educación de calidad –especialmente en preescolar, primarias y bachilleratos–; los emprendedores no tienen acceso a un mercado financiero competitivo; no hay estabilidad tributaria y seguimos cambiándoles las reglas de juego a empresas y trabajadores cada año y medio; hay industrias enteras controladas por carteles que suben los precios y reducen la oferta; el Estado se especializa en regalar oportunidades de extraer rentas por servicios inútiles a toda clase de intereses especiales, desde dueños de cupos de taxis hasta cámaras de comercio; etc.

Que estas cosas se deben arreglar no es un secreto. El problema es que el negocio de no arreglarlas –las malas instituciones– beneficia mucho a unos pocos, y no van a ser ellos quienes tomen la iniciativa de hacer algo al respecto. Pero bueno: mientras los demás nos decidimos a hacer algo, nos queda el consuelo de que por lo menos hay con qué ir a cine.

* Ph.D., profesor del Departamento de Economía y director del Observatorio Fiscal, Universidad Javeriana.

Twitter: @luiscrh

 

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