“Palimpsesto” y los dilemas de Doris Salcedo

Carlos Granés
13 de octubre de 2017 - 04:30 a. m.

El pasado viernes se inauguró en Madrid el último montaje de Doris Salcedo, Palimpsesto, a mi gusto la mejor obra de la artista y sin lugar a dudas la más compleja y sofisticada a nivel técnico. Sobre un suelo de piedra que cubre la enorme superficie del Palacio de Cristal, un antiguo invernadero en el parque El Retiro, el espectador se encuentra con las sombras de parejas de nombres superpuestos. Cada uno corresponde a alguna de las miles de víctimas olvidadas que se han ahogado en el Mediterráneo escapando de alguna tragedia y tratando de llegar a Europa. Es un monumento fúnebre, pero no solamente. Bastan unos segundos para observar que los elementos están vivos. De la piedra, desafiando toda lógica, toda expectativa, de pronto brotan gotas de agua. Unos segundos bastan para que se formen los nombres de las víctimas con precisión geométrica, como si Salcedo hubiera encontrado la ecuación mágica para domesticar la escurridiza naturaleza del líquido.

Sorprende que la obra admita ese adjetivo irritante y trillado, detrás del cual suele ocultarse la perplejidad del crítico, cuando no su cursilería: poética. Sí, Palimpsesto es inevitablemente poética. El sofisticado mecanismo diseñado por la artista y su equipo —diez kilómetros de tubería subterránea regulada por un potente computador— hace que las gotas emerjan lentamente, precisas, como titilantes lágrimas. Así, mientras emerge el nombre en la lápida, la víctima que no fue dolida finalmente es llorada. Sabemos que eso es lo que busca Salcedo con sus obras, rituales de duelo para aquellos que murieron en el anonimato. Nunca antes lo había logrado con tanta sensibilidad y sutileza.

Palimpsesto está emparentada con una acción que todos los colombianos tenemos muy fresca en la memoria, Sumando ausencias, la respuesta desesperada que dio la artista a la victoria del No en el plebiscito por la paz. Pero aunque son muy parecidas, también son muy distintas. Sumando ausencias tuvo un valor simbólico por el momento en el que se hacía y porque en aquel instante de perplejidad y parálisis llamaba a no bajar los brazos. Pero fue una acción intrusiva, casi violenta. Palimpsesto, en cambio, es tan discreta y apela a la sensibilidad con tanta delicadeza que consigue centrar toda la atención en los ausentes. Recordemos que entre los cientos de nombres que cubrían la Plaza de Bolívar en Sumando ausencias, el único que resonó con fuerza fue el de la artista. Aquí no. Aquí Salcedo pasa a un segundo lugar. Es justo por eso que la obra resulta tan conmovedora.

Como los buenos artistas, Doris Salcedo camina por una línea moral muy estrecha. De desviarse hacia un lado, cae en la instrumentalización del dolor ajeno para forjar una carrera personal. De desviarse hacia el otro, cae en la manipuladora fórmula de identificarse con las víctimas o de ponerlas como escudo para forzar el favor de la crítica y de las instituciones. No es nada fácil mantener el equilibrio. En Sumando ausencias sentí que la precipitación la llevó a poner un pie en aquel costado; en Shibboleth, la grieta que coló en el Tate Modern de Londres en 2007, puede haber pisado éste al incluirse entre las víctimas de la discriminación europea. En Palimpsesto, en cambio, camina en línea recta. Y a su paso exhuma del agua los muertos que el mar se tragó.

 

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