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Pandemia, sangre y fuego

Javier Ortiz Cassiani
03 de septiembre de 2020 - 05:00 a. m.

San Francisco, uno de los barrios pobres de las estribaciones de La Popa en la ciudad de Cartagena, fue testigo del asesinato de Harold David Morales, un joven que aún no cumplía la mayoría de edad. Dicen que era una promesa del fútbol. Dicen que le decía a Liseth Payares, su madre: “Mami, me vas a ver en la televisión, y cuando me veas en la televisión te vas a sentir orgullosa de mí”. La madre de Harold David es una mujer que se gana la vida haciendo trenzas y masajes en las playas de Cartagena y que ahora, por las consecuencias de la pandemia, se ha quedado sin ingresos. El padre trabaja como informador turístico en una ciudad en la que no hay turismo hace casi seis meses.

En San Francisco, como en el resto de los barrios de la periferia de Cartagena, el hambre y la desesperanza deambulan por las calles. La restricción de la cuarentena se tradujo en una saga de abusos policiales en las zonas más marginales que se justificaron en la necesidad de imponer el orden social. El alcalde saludaba con el característico “Dios y Patria”, contribuyendo a generar una atmósfera de confusión que le otorgaba poderes especiales a la policía y cimentaba la falsa idea de que este virus se controlaba con un garrote en una mano y una pistola en la otra. Lo importante era contener la masa negra, pobre y hambrienta que siempre le ha preocupado al remedo de ciudad que es esta ciudad. Los más técnicos le llamaban el “estallido de la bomba social”, pero en realidad existía el temor de que El Pozón, Nelson Mandela, Olaya Herrera, San Francisco y Villa Estrella se levantaran, que traspasaran la línea real de discriminación y se atrevieran a tomarse la ciudad, a cometer desmanes y se perdiera el control a ritmo de un gran picó de champeta que sonara desde Ternera hasta las playas de Bocagrande. No aguantarían el hambre y el desempleo tanto tiempo, no soportarían con los mercados y ayudas miserables, y saldrían a tomar lo suyo por cuenta propia.

Este delirio nunca ocurrió. No hubo disturbios importantes ni levantamientos de ninguna índole. La gente sobrevivió como pudo en una economía del alivio, de la solidaridad, de otras formas de la informalidad, del plato con arroz limpio. Cuando los números de contagiados y de muertos bajaron, las autoridades concluyeron que se debía a sus eficientes políticas de salud pública. Cuando los números de contagios y los muertos aumentaron, entonces dijeron que era culpa de la gente.

Harold David, sin embargo, no murió de COVID-19. Lo mató la bala de un policía. Ese día estaba trabajando en un lavadero de motos con su hermanito de 14 años a pocos metros de su casa. El niño cuenta que dos uniformados llegaron y preguntaron quién tenía el turno para lavar. Cuando Harold David dijo que él, uno de los policías lo agarró a golpes e insultos. El chico corrió y los policías salieron tras él. Alguien avisó a la mamá y ella salió en búsqueda de su muchacho. De repente escuchó un disparo. Vio cuando los policías lo traían descolgado, inconsciente, sostenido por pies y manos. Se lo llevaron en una patrulla. Dice que en medio de su llanto desesperado la policía disparaba “balas de colores” y arrebataba los celulares de las personas de la barriada que estaban grabando. Poco tiempo después supo que su hijo estaba muerto.

Harold David no es el único que ha muerto bajo el régimen de control que ha traído el manejo de la pandemia del COVID-19. Mientras el coronavirus cobraba la vida de colombianos por toda la geografía nacional, se aprovechó para cimentar un modelo de sangre y fuego. Hoy se levantó la cuarentena, el caso de Uribe Vélez pasó a la Fiscalía. Tal vez, sólo tal vez, paren las masacres.

 

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