Para no morir de verdad

Sorayda Peguero Isaac
05 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

Digamos que se levantó tarde para ir al trabajo. Que era una fría mañana de invierno, 7 de enero de 2015. Que su despertador no sonó. Que vivía y trabajaba en París. Que tuvo una noche pesada, infinita, como suelen ser todas las malas noches. Que estaba deprimida, porque su amante, el hombre casado con el que estuvo soñando, le dijo que prefería “una vida humilde y modesta a la pasión”, y ella era la pasión. Digamos que perdió el autobús: su última oportunidad de llegar a tiempo a la reunión de los miércoles. Que cuando llegó al trabajo escuchó disparos, y que cuando regresó a su casa, unas horas más tarde, no estaba segura de haber sobrevivido a una matanza, porque ella se sentía muerta.

Catherine Meurisse fue la primera mujer dibujante de la revista satírica Charlie Hebdo. Cuando la contrataron era una joven de 25 años recién licenciada en historia del arte y lenguas modernas. Diez años después sobrevivió al ataque terrorista de los hermanos Saïd y Chérif Kouachi, que hirieron a cinco personas y asesinaron a 12 en la sede de Charlie Hebdo.

El verdadero caos empezó cuando contaron a los vivos y a los ausentes. En la lista de los ausentes estaban aquellos maestros irreverentes que enseñaron a Meurisse a ser libre y curiosa, que se reían de casi todo (políticos, religiones, tragedias), y que para ella eran tan importantes como Balzac o Picasso. No volverían a sentarse juntos alrededor de la mesa de redacción con forma de herradura.

Una semana después del ataque, y un día después del cierre del “número de los supervivientes” de Charlie Hebdo, Meurisse perdió la memoria. No recordaba cuándo debía comer, cuándo era su cumpleaños, cómo dibujar, ni los versos de Baudelaire que recitaba Mustapha Ourad, uno de sus compañeros asesinados. Se sentía desdibujada de su propia vida, con la sensación de que una garganta cavernosa la escupió en mitad del desierto. Mientras millones de personas apoyaban la consigna: “Yo soy Charlie”, Meurisse se preguntaba: “¿Quién soy yo?”.

Un médico le diagnosticó shock postraumático. Es decir, anestesia sensorial y emocional, disociación del cerebro, amnesia. En pocas palabras: una simple gota de agua podía hacer estallar su mente. En noviembre de 2015, Meurisse se despidió de los guardaespaldas que desde el 7 de enero la acompañaban a todas partes. Se marchó a Italia con la esperanza de que el efecto perturbador de la belleza, conocido como el síndrome de Stendhal, la resucitara. Alquiló una habitación en una residencia de artistas, la conocida Villa Médici, sede de la Academia Francesa en Roma. Allí, en un taller que le prestaron dos grafiteros, volvió a dibujar.

Meurisse paseaba por los museos de Roma siguiendo a rajatabla las instrucciones de Stendhal: “Hay que perseguir cada mañana el tipo de belleza al que somos sensibles al levantarnos, sin pensar en la obligación de ver”. Tomaba notas en un cuadernillo y descubría que esos paseos estimulaban las regiones dormidas de su mente. Meditaba y esperaba encontrar respuestas, sin dejar de revivir la tragedia en la que perdió a sus amigos. De ese recorrido habla La levedad (Impedimenta), la novela gráfica que Meurisse presentó en España en 2017.

La búsqueda de la belleza fue la diana del plan de Meurisse para recuperar la levedad perdida. Philippe Lançon, periodista y escritor que resultó mal herido en el ataque terrorista, escribió el luminoso prólogo de la novela: “Catherine, el atentado nos dio un toque de vejez, pero tú nos has rejuvenecido. Lo petrificó todo al modo de Pompeya, pero tú hiciste mover siluetas y piedras. Con tus ángulos agudos que hacen sangrar de risa, levantas algunas montañas para que no paran más ratas que vengan a comernos excesivamente el corazón y el bazo”. En el reverso de la última página del prólogo se lee una frase de Nietzsche: “Tenemos el arte para no morir de verdad”.

sorayda.peguero@gmail.com

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