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Costas extrañas

Para recordar a Rafael Baena

J. D. Torres Duarte
02 de diciembre de 2020 - 03:00 a. m.

En unos días, el 14, se cumplen cinco años de la muerte de Rafael Baena, y es el momento adecuado para recordar que, para un buen escritor como él, la muerte no es el término sino a lo sumo un forzoso agregado biográfico.

Baena escribió siete novelas (Memoria de derrotas, su última, fue publicada poco más de un año después de su muerte) y un libro de adoración equina, Ciertas personas de cuatro patas. La mayoría de su obra apareció entre 2007 y 2015, y se ha asumido con alguna razón que su deterioro físico (hasta el final rogó por un transplante de pulmón mientras su capacidad respiratoria menguaba) lo urgió a escribir: que escribió con la muerte aferrada a la nuca. Pero puede ser también que sólo escribiera ficción por la pura gana de escribir y porque ya era hora.

La escritura de Baena es precisa y musical. Cuando habla de cabalgar, las palabras trotan a caballo, el lector ensilla y parte. Basta leer Tanta sangre vista, su primera novela, para ver cuánto le importaba el material con que trabajaba.

Esa novela abre con este párrafo: “Apenas el viento barrió con la neblina tensé las bridas de Marengo, clavé los talones en sus ijares y escuché tras de mí el alarido rabioso de cien gargantas tragándose a bocanadas la humedad de la mañana mientras nos lanzábamos colina abajo. Nuestra carga golpeó el flanco de los godos con la fuerza de la sorpresa y semanas de paciente espera llegaron a su fin con una andanada de disparos a quemarropa, golpes de sable y crujir de madera astillada y huesos rotos”.

Cada palabra evoca los sonidos de un combate. El buen oído de Baena escoge las palabras barrió, bridas, alarido, rabioso, gargantas, tragándose, carga, fuerza, sorpresa, quemarropa, crujir y rotos, donde predominan la erre y la ere y que, pronunciadas en voz alta, producen los arrasadores ruidos de un rucio al galope y de una guerra torpe de soldados desarrapados. Entre erre y erre las cosas parecen romperse, todo tiembla y se conmociona, y se siente la fuerza de la avanzada revolucionaria contra los realistas.

No sólo se trata de palabras sonoras, sino pertinentes y necesarias. Cada una pesa y vale: si se quitara alguna, el párrafo se empobrecería. Desde la descripción exacta de sus tratos con el caballo (tensé las bridas, clavé los talones en sus ijares) hasta el resultado de su ataque (semanas de paciente espera llegaron a su fin con una andanada de disparos a quemarropa), cada giro y cada atenta conexión (se trata de apenas dos largas oraciones, por cierto, bien sostenidas) indican la habilidad de Baena para manipular su material, una maestría que sólo se consigue tras años de devota artesanía.

Sólo léase esto una vez más: “[...] escuché tras de mí el alarido rabioso de cien gargantas tragándose a bocanadas la humedad de la mañana mientras nos lanzábamos colina abajo”. El alarido rabioso y las cien gargantas dan la medida de todo cuanto está ocurriendo; tragándose a bocanadas la humedad de la mañana muestra sus bocas abiertas, en plena disputa, dispuestas a morir; el avance sin pausas de la oración es engrandecedor y épico.

Un poco más adelante, cuando el narrador habla de sus soldados, se lee esto: “La verdad es que peleaban por costumbre, porque no sabían hacer nada más, porque a lo mejor tanta sangre vista y tanto retumbar de cañón les habían aturdido las entendederas, lo cual explicaba ese aire de orfandad común a la mayoría, esas miradas que siempre parecían fijas en algún punto más allá de la realidad, de su realidad, que era la de todos nosotros, fantasmas de otros tiempos condenados a cabalgar con las casacas remendadas y los sables amenazados por el colapso del orín”.

Aquí se repiten los patrones sonoros del párrafo de apertura: retumbar, aturdido y orfandad definen la primera parte, y después viene esa aliteración armoniosa del final con condenados, cabalgar, casacas y colapso. No sé si Baena lo hizo a propósito o no, y poco importa. A veces ese oído interno, que es poético, es tan natural que no se percibe (y tan hábil que confecciona casi sin sudar una oración como “[...] tanta sangre vista y tanto retumbar de cañón les habían aturdido las entendederas [...]”).

Pero este párrafo añade algo que está apenas insinuado en el de apertura: un aliento poético, una intención de mirar más allá de la corta realidad física. La descripción final es un prodigio: “[...] fantasmas de otros tiempos condenados a cabalgar con las casacas remendadas y los sables amenazados por el colapso del orín”. ¿No son esos fantasmas cada uno de los soldados que han luchado durante dos o tres o veintidós siglos en las tierras colombianas, repetidos una y otra vez como pasto, una guerra tras otra? ¿No se parecen también a los soldados de La casa grande, con las botas y las armas y los tabacos empapados en medio de una incursión sorda?

A Baena le interesaba (lo dijo en varias entrevistas) explicar el origen de las guerras actuales en las guerras viejas. Es decir: darle una forma literaria al monstruo que se ha arrastrado por varios siglos, y que no tiene sólo el nombre de las Farc o de las Auc o del Gobierno estampado en la frente. El aparato para atracar en ese flanco de la realidad es, por lo tanto, literario: metafórico, escénico, anafórico, hiperbólico, melancólico.

En su segunda novela, ¡Vuelvan caras, carajo!, toma la forma de unas memorias de un capitán de la Legión Británica durante las guerras de Independencia. El capitán, Angus Malone (ese Angus que parece evocar a un ángel y el Malone que, deformado por los llaneros, acaba en malón), escribe esto: “El ejército, cualquier ejército, es una suerte de sociedad para matar que, no obstante su propósito, sirve de cuna a los más nobles sentimientos de hermandad, quizás originados en la conciencia permanente de peligro o, dicho de otro modo, en la certeza de lo precaria que es la vida del guerrero”. Con una definición poética, un procedimiento literario, Baena desentierra un puñado de conocimiento que no estaba ahí: una máquina hecha para matar es, al mismo tiempo, una peculiar máquina de amor fraternal.

Baena fue un escritor apasionado y, por contera (una locución que él usa con frecuencia), tan valiente como las caravanas soldadescas que describe en sus novelas: incluso cuando andaba conectado a un tanque de oxígeno, escribía. Una vocación de esta estirpe, que dejó libros tan bien escritos, es digna de ser recordada.

CODA

Emecé reimprimió algunos títulos de la obra de Yasunari Kawabata, que desde hace algunos años escaseaba en librerías, a propósito de los 120 años de su nacimiento. Ya están en Colombia. Son ediciones bien hechas, con buenas portadas y prólogos, a pesar de que sus traducciones son del inglés y no del japonés. Si una traducción es ya una suerte de empobrecimiento, a pesar de todas las buenas intenciones del traductor y de su buena prosa, ¿qué pasa con una traducción de una traducción? Es una deuda permanente y numerosa con Kawabata, apenas saldada en los casos de Bailarinas, El sonido de la montaña e Historias en la palma de la mano de Emecé (traducciones de Amalia Sato) y Primera nieve del monte Fuji de Belacqua, ahora inconseguible. En cualquier caso: vale la pena aproximarse a sus libros. Recomiendo La bailarina de Izu y La casa de las bellas durmientes.

 

Atenas(06773)02 de diciembre de 2020 - 04:10 p. m.
Cuán ameno estilo literario desarrolla el columnista en sus artículos, lejos de arideces, de términos romos y petulantes. Y de comienzo a fín. A diferencia de otros q' por estos pagos abundan y se enseñorean cual si poseyeran la verdad revelada, y en realidad no tienen nada.
Guillermo(8126)03 de diciembre de 2020 - 12:33 a. m.
Bella y profunda columna en homenaje a ese ser humano entrañable y gran escritor que fue Rafael Baena. Gracias a J. D. Torres Duarte. Atento saludo, G. González Uribe.
Bancho(36704)02 de diciembre de 2020 - 12:39 p. m.
Acertadísima y entrañable columna sobre Rafa Baena, escritorazo de escritores. Gracias, don J. D. Esteban Carlos Mejía
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